Los taxonomistas son unos sujetos dedicados al noble arte de clasificar especies animales y plantas. Buscan escarabajos exóticos en selvas remotas, y cuando los encuentran, cuentan sus patitas, las miden, lo apuntan y luego pinchan al bicho en el tórax con un alfiler de cabeza gruesa y lo colocan en un anaquel del polvoriento archivo de algún museo de ciencias naturales. Eso era al menos lo que yo pensaba, hasta que, anteayer, tuve la suprema dicha de participar en un congreso internacional de taxonomistas, celebrado en Los Baños, un pueblo cercano a Manila.
Contra toda expectativa, los taxonomistas que allí conocí no portaban uniformes con golilla ni lucían cara de sabios despistados. Eran, más bien, personas casi normales. Había botánicos franceses (muchos; nada hay tan cartesiano, y por tanto tan francés, como la taxonomia) llegados del Museo de Historia Natural de Paris, biólogos japoneses del Ministerio de Medio Ambiente, expertos filipinos en bosques tropicales y hasta algún mongol despistado.
Lo primero que deduje después de las primeras discusiones es que en esto de la ciencia taxonómica, la distribución de la carga de trabajo es bastante injusta. El taxonomista mongol no tiene demasiado que hacer (el desierto del Gobi no se caracteriza precisamente por su abundancia de plantas o animales); en cambio, los expertos de países tropicales no dan abasto, dada la voluptuosa diversidad animal y vegetal de las selvas.
No obstante, en general puede decirse que casi todo el gremio taxonómico lleva una existencia bastante atribulada. Son tantos los millones de animalillos y plantas aun por descubrir y clasificar, y tan pocos los desdichados individuos cultivados en esto de dar nombres en latín a nuevas criaturas, que la mayor parte viven abrumados ante la ingente labor que tienen por delante. Como personajes de un cuento de Borges, saben que a lo largo de su vida solo lograrán registrar una mínima fracción del conjunto de seres vivos aun por bautizar.
Me he enterado también que cada género animal o vegetal cuenta con un máximo responsable mundial, un taxonomista que funge como suprema autoridad para decidir que especies deben formar parte del grupo y que nombre dar a las que se descubran. Así, por ejemplo, existe un responsable máximo para plantígrados (llámenosle Sr. Oso), encargado de decidir, en el hipotético y remoto caso de que se descubriese una nueva especie de oso, cual debiera ser su nombre científico. Por la misma razón, también existe un Sr. Gusanos de Seda, o tal vez una Sra. Geranios, pongamos por caso. Estoy seguro que al tipo encargado de las ratas le miran mal en todos los congresos.
Así que, si en estos tiempos de crisis alguien tiene vocación de taxonomista, ya sabe: trabajo no falta. Aunque la tarea parezca fútil, dar nombres a la vida ha sido siempre un atributo de los dioses.
Contra toda expectativa, los taxonomistas que allí conocí no portaban uniformes con golilla ni lucían cara de sabios despistados. Eran, más bien, personas casi normales. Había botánicos franceses (muchos; nada hay tan cartesiano, y por tanto tan francés, como la taxonomia) llegados del Museo de Historia Natural de Paris, biólogos japoneses del Ministerio de Medio Ambiente, expertos filipinos en bosques tropicales y hasta algún mongol despistado.
Lo primero que deduje después de las primeras discusiones es que en esto de la ciencia taxonómica, la distribución de la carga de trabajo es bastante injusta. El taxonomista mongol no tiene demasiado que hacer (el desierto del Gobi no se caracteriza precisamente por su abundancia de plantas o animales); en cambio, los expertos de países tropicales no dan abasto, dada la voluptuosa diversidad animal y vegetal de las selvas.
No obstante, en general puede decirse que casi todo el gremio taxonómico lleva una existencia bastante atribulada. Son tantos los millones de animalillos y plantas aun por descubrir y clasificar, y tan pocos los desdichados individuos cultivados en esto de dar nombres en latín a nuevas criaturas, que la mayor parte viven abrumados ante la ingente labor que tienen por delante. Como personajes de un cuento de Borges, saben que a lo largo de su vida solo lograrán registrar una mínima fracción del conjunto de seres vivos aun por bautizar.
Me he enterado también que cada género animal o vegetal cuenta con un máximo responsable mundial, un taxonomista que funge como suprema autoridad para decidir que especies deben formar parte del grupo y que nombre dar a las que se descubran. Así, por ejemplo, existe un responsable máximo para plantígrados (llámenosle Sr. Oso), encargado de decidir, en el hipotético y remoto caso de que se descubriese una nueva especie de oso, cual debiera ser su nombre científico. Por la misma razón, también existe un Sr. Gusanos de Seda, o tal vez una Sra. Geranios, pongamos por caso. Estoy seguro que al tipo encargado de las ratas le miran mal en todos los congresos.
Así que, si en estos tiempos de crisis alguien tiene vocación de taxonomista, ya sabe: trabajo no falta. Aunque la tarea parezca fútil, dar nombres a la vida ha sido siempre un atributo de los dioses.
(Foto: Luis Echanove)
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