martes, 19 de abril de 2011

Cien osos

Siempre me ha sorprendido la inmensa importancia simbólica que los animales salvajes siguen jugando en nuestra vida cotidiana. La mayor parte los habitantes de la sociedades occidentales pasan toda su vida sin jamás haber escuchado el aullido de un lobo en libertad, ni contemplado las huellas de un oso en la montaña, ni avistado un ciervo en medio del bosque. Sin embargo, desde pequeños somos adiestrados en identificar a esos y a otros muchos animales. Un niño, antes incluso de poder hablar bien, ya ha aprendido a imitar los sonidos de los animales de granja y de algunas fieras. El universo infantil esta poblado de animales de todas clases: desde los peluches a las películas de dibujos animados, la primera infancia consiste sobre todo en una familiarización permanente con el mundo de los animales.

Desde el punto de vista estrictamente practico bien pudiera decirse que esa intensa y machacona inmersión en la fauna resulta, de todo punto, bastante poco útil. A fin de cuentas, de poco nos servirán en nuestra vida adulta nuestras experiencias infantiles en el mundo de los animales salvajes, o incluso de los de granja, teniendo en cuenta que casi con total seguridad el resto de nuestras vidas tan solo interactuaremos con otros humanos y con animales de compañía, como perros y gatos.

Entonces, ¿porque los zorros, conejos, lobos y demás especies inundan el mundo infantil? Por supuesto, se trata de una reminiscencia de un mundo arcaico durante el cual el hombre si convivía efectivamente con tales criaturas de modo cotidiano. Conocerlos resultaba un aspecto fundamental en el entrenamiento para la vida. La asignación de atributos humanos a los animales, tal y como sucede en los cuentos infantiles o en los filmes de Walt Disney, es también un eco en nuestro subconsciente colectivo de ese pasado remoto, durante el cual las fieras simbolizaban fuerzas espirituales, actuando como tótemes o protectores de aquella humanidad tribal de la noche de los tiempos.

El valor cualitativo de los animales salvajes en nuestra identidad cultural, trasciende pues su importancia cuantitativa. Porque, a decir verdad, fauna en libertad queda mas bien poca. Se estima que en España apenas sobreviven 100 osos vagando por la Cordillera Cantábrica y los Pirineos. Linces solo quedan unos 200, y lobos menos de 1,200. Los cálculos para especies mas abundantes son mucho menos fiables (resulta mas fácil contar lo escaso que lo numeroso), pero arañando datos en Internet de aquí y allí, pueden mas o menos ofrecerse cifras para casi todas las especies de caza mayor: En España sobreviven 15,000 muflones, 35,000 cabras monteses, 300,000 ciervos y probablemente mas de 600,000 jabalíes, aunque esta ultima cifra es un simple calculo de quien esto escribe, hecho en base a la densidad media estimada multiplicada por la superficie forestal de nuestro país. No he logrado números precisos para gamos o corzos.

¿Porque este interés mío en contar animales? Tal vez para compensar esa sobrevaloración cualitativa de la que antes hablaba, y ponerla cara a cara contra la dureza de las cifras. 300,000 ciervos pueden parecer muchos, pero significa, simplemente, que en la Piel de Toro tocamos a un venado por cada 150 personas. Puestas así las cosas tampoco parecen demasiados.

Al margen de las criaturas de fabula de nuestras películas y juguetes infantiles, ahí afuera, en el bosque, aun quedan animales de verdad. Son ellos quienes deberían merecer nuestro reconocimiento e interes reales, no sus replicas comercializadas. Temer al lobo de Caperucita o dormir con un osito de peluche puede que resulte pedagógicamente acertado, pero no reemplaza el vinculo perdido con nuestros primos de otras especies.

Cuanto más humanos somos, más nos alejamos del mundo animal. Sin embargo, algo en lo más profundo de nosotros sigue vinculado a esas criaturas maravillosas. Tal vez, de alguna forma, los osos y los lobos viven todavia dentro de nosotros.


(Foto Luis Echanove)

viernes, 15 de abril de 2011

Cobayas

A veces pienso en la vida como en una sucesión de experimentos realizados por un científico a quien no podemos ver, con nosotros como cobayas al servicio de sus ensayos de laboratorio.

De tales experimentos, uno de los más curiosos es ese que consiste en convivir intensamente unos cuantos días con personas variopintas a las que, hasta entonces, no conocías absolutamente de nada. Esto mismo me acaba de suceder recientemente, durante mi estancia en Budapest. El motivo del viaje era acudir a un curso de la Unión Europa. Allí coincidí con personas de una docena de países diferentes, de variadas edades y profesiones.

El caldo de cultivo de esa completa ignorancia del otro fomenta un tipo de relaciones novedosas, a veces muy intensas y sinceras. Así, de pronto te sorprendes ante la franqueza de un veterinario honesto y bondadoso que te confiesa, a calor de unas cervezas, que ha vivido varios años angustiado y laboralmente relegado, trabajando para un jefe corrupto. Las burócratas bálticas que parecían tan serias, se arranca a cantar espontáneamente en una noche de juerga. El científico italiano de las preguntas inteligentes te ofrece su ayuda y consejo para enderezar un importante proyecto que tenías empantanado. Y el muchacho ucraniano te revela entristecido que gana ciento cincuenta dólares al mes, el equivalente a la renta mensual de la habitación en la que vive.

Y entonces llega el día de la despedida. Intentas prolongar una última conversación antes de la partida. Sabes que a la mayoría no volverás a verlos nunca más y que esa convivencia fresca ha sido para todos un paréntesis extraño y renovador en las vidas cotidianas. Sientes una tristeza noble, y echas la culpa a la tarde soleada, o a los pájaros alborotos antes de la noche.

(Dibujo: Ignacio Huerga)

Sorpresas

Con el transcurrir del tiempo la capacidad de asombro se va diluyendo. Olalla, mi hija de dos años, puede pasar media hora absorta y sorprendida ante un peluche de colores nuevo. Juanito y Carmen, de cinco y ocho, ya no se maravillan con todo tan fácilmente, pero siguen mostrando esa frescura espontánea y reveladora cuando vuelven a recontarse con los elefantes en el zoo.

Acabo de regresar de Budapest, una ciudad que conocí por vez primera hace más de dos décadas. Aquel remoto viaje de mochilero, uno de los primeros de mi vida, me regaló muchísimas sorpresas que guardo aún a buen recaudo en la memoria. Un nuevo mundo de experiencias se abrió a mis ojos en aquella visita a una Hungría que vivía sus últimos meses de comunismo. Fue un viaje, sí, irrepetible.

He vuelto ahora a la vieja ciudad del Danubio, con la carga de lo vivido a las espaldas y ese deterioro imparable de la capacidad para sorprenderme acicateándome la moral. He vuelto, por tanto, con las expectativas bajas, obviando esa vieja verdad según la cual segundas partes nunca son buenas. Pero la realidad es siempre más sabia que nuestras torpes previsiones. Contra todo pronostico, Budapest ha vuelto a sorprenderme, a iluminarme, y, como no podía ser de otro modo, de una manera completamente diferente a la de aquel viaje inicial. El primero y mayor de mis asombros fue el constatar, nada más llegar, no sólo que yo no soy el mismo (pare saber eso no me hace falta largarme a Budapest), sino también que la ciudad tampoco es la misma que aquella que conocí entonces. No me refiero a detalles tales como que las viejas fachadas desconchadas de Pest estén ahora completamente remozadas, o que la escasez de visitantes de entonces se haya visto substituida por una riada de turistas…es que el pulso mismo de la ciudad, su sabor, su misma esencia, se han transmutado. No podría decir cual de las dos Budapest me gusta más: Si aquella del tardo-comunismo o esta de la modernidad europea. Comparar, en todo caso, no conduce a nada.

La sorpresa final en este viaje, y tal vez la mayor, no se encontraba en las calles de la ciudad, sino bajo estas. Decidí recorrer el laberinto cavernoso que discurre bajo la histórica Buda. Las larguísimas catacumbas y túneles medievales han sido ahora transformados en una especie de museo alternativo del mundo subterráneo. Esculturas surrealistas y tenebrosas se agazapaban en los recodos de los corredores. Una fuente renacentista, cubierta de hiedra, presidía una de las salas. El tramo final del laberinto, completamente en penumbra, solo podía recorrerse sin perderse si uno se mantenía asido al pasamanos todo el tiempo. Un pavor irracional (a fin de cuentas, ¿que puede pasarte allí?) te domina al comienzo, pero has de aprender a superarlo. Y, como colofón final, una exposición imaginaria de artefactos cotidianos actuales, dispuestos como si de un yacimiento arqueológico del futuro se tratase.

Salí del subsuelo amando la luz del día más que nunca y, a la vez, firme en la certeza de que, en las entrañas de la tierra, se esconden los secretos del subconsciente.


(Dibujo: Ignacio Huerga)

jueves, 14 de abril de 2011

Otra vez

Es la nonagésima cuarta vez que escuchaba la misma canción, y todavía descubría matices nuevos atrapados entre los acordes. Hay quienes piensan que el secreto de la felicidad se esconde en lo extenso, y quienes se decantan por lo profundo. Y él era uno de los segundos. No le interesaba en absoluto el estilo en general, ni tampoco las otras obras del mismo autor; se dejaba absorber por esa pieza concreta, ese tema preciso que llevaba oyendo una vez tras otra durante hora. Algunos solo ha leído un libro en toda su vida y han sacado en claro de su única lectura mucho más que quienes devoran obras a velocidad de restaurante de comida rápida. Meditar durante años entorno a una única palabra es, dicen, el primer paso en el método Zen. Asi pues, pensó, mejor no divagar desorientándose en el mar caótico del inmenso océano musical. Centrado en esa única sonata, desmenuzando cada nota con el bisturí de la repetición constante, tal vez lograse desvelar el secreto mismo de toda la música presente, pasada y futura.

Pero al final se aburrió. Y ahora, cada vez que por casualidad vuelve a escuchar la melodía memorizada hasta la nausea, le dan ganas de gritar, o de llorar, o de ambas cosas a la vez.

(Dibujo de Ignacio Huerga)

Fechas

Deja por un momento aquello que te sientes obligado a hacer y cierra los ojos, tan solo unos segundos. Ahora piensa que tienes cinco años y acabas de llegar del colegio, y la tarde se abre diáfana ante ti, dispuesta, lisa y limpia como una pizarra, para que la rellenes con juegos, con lecturas de tebeos o con un rato de dibujos animados en la tele. O imagina tal vez que tienes diecisiete años y es sábado por la mañana, y la resaca aún te puede, pero te sientes dueño del mundo porque te ligaste anoche a esa chica que parecía imposible. O ponte en la tesitura del día que nació tu primera hija, cuando viste su cuerpo de pez por vez primera, llorando de rabia alegre por venir a este mundo loco, y vuelve a sentir esa emoción dulce y primaria que te dejó mudo.

Y ahora proyecta tu mente a ese momento antes de que todo se apague, cuando ya ante ti no haya ya pizarra alguna en la que dibujar, ni tardes de sábado por delante, ni nueva carne de tu carne que comienza su andadura. Haz memoria de ese momento final que aun no has vivido, pero un día vivirás. Haz memoria, si, del día en que te mueras y en seguida comprenderás que todas las fechas valen lo mismo en el calendario y que, el secreto, al final, se escondió en esa tarde de la infancia, en esa mañana de la adolescencia, en ese día en que tu hija nació, y en todos y cada uno de los segundos alineados como hormigas a lo largo de tu andadura. Porque vivir, a fin de cuentas, es solo sentir.

(Dibujo de Ignacio Huerga)