domingo, 26 de febrero de 2017

Aeropuerto

El aeropuerto de Dar es Salaam es como un museo de la burocracia sin sentido, como un fósil de los años sesenta que vive sin saber que el resto de los aeródromos del mundo hace mucho que reemplazaron los mostradores de formica barata y repintada por muebles modulares y ergonómicos, y los suelos de baldosa barata por superficies de mármol radiante. 

Escribo esto y mientras vivo unos raros segundos de existencia apátrida. Un funcionario de colorido uniforme se ha quedado de malos modos con mi pasaporte para tramitar el visado temporal.

Ahora, junto a una horda de ciudadanos del mundo desposeídos del mismo modo de nuestra carta de identidad, espero paciente a que un subalterno, con uniforme diferente pero idénticas malas formas, aparezca con un fajo de pasaportes y masculle en voz baja nuestros nombres con acento impronunciable. Cada vez que el subalterno asoma, nos arremolinamos todos en torno a él, ansiosos de recuperar nuestros documento y así ser nosotros mismos otra vez. 

Yo ya estoy comenzando a perder las esperanzas. No me veo capaz de superar esta primera prueba iniciática en paciencia africana.

Y al fin llega el momento. El funcionario malencarado me entrega un pasaporte chino. Ahora tengo veintisiete años. Nací, según parece, en Guangzhou y estoy casado, creo, con la chica asiática del gorro extraño que juega con su teléfono móvil en un rincón.

 (Mapa: Juan Echanove)

Un día de fines de febrero

Era un día de fines de febrero, aunque dentro de esa enorme pecera atemporal que es un aeropuerto las estaciones no existen y las noches solo se diferencian de los días por la menor frecuencia de pasajeros. 

En la mesa contigua de esa cafetería sin personalidad un grupo de indonesios con camisas de batik todas iguales desayunaba en silencio bocadillos de pollo recalentados en el microondas del mostrador. Nadie es uno mismo en un aeropuerto. Nos transmutamos en habitantes de una nación de paso y sin nombre. Los motivos del viajar de cada uno ya no importan: en un aeropuerto todos somos presos condenados a vagar por pasillos demasiado iluminados. 

 En eso pensaba yo. Con la mirada fija, sin darme cuenta, en los indonesios uniformados que, a pocos metros, mordían despacio sus bocadillos, en total silencio. Y de pronto uno de ellos me sonrió, como saludándome, del mismo modo que darías los buenos días a tu vecino al cruzartelo en el portal. Enseguida me di cuenta de que aquel tipo no estaba preso. No...el no volaba a ninguna parte. El era libre.

 (Foto: Ignacio Huerga)

El secreto

El secreto mejor escondido está ahí mismo, delante de tus narices. No cuesta dinero encontrarlo ni hay que excavar profundo para dar con él. No es un secreto misterioso ni sorprendente. Es más bien un secreto a voces, sí, pero a voces mudas. El mapa para hallarlo está trazado en el polvo tenue sobre tu escritorio, en la arena de las playas que has pisado, en el contorno de las manchas de bolígrafo de tu infancia y en las formas de las nubes que mirabas cuando soñabas despierto. 

 (Foto: Nacho Huerga)

Fechas

Los años han ido pasando. Has descubierto en ellos, al dorso de cada hoja del calendario, que no importaban las fechas. 

 (Foto: Nacho Huerga)

A veces

A veces aún miras al mar inmenso, o al bosque frondoso en la montaña o un arroyo que fluye. Con menos intensidad. Ya no buscas atraparlos. No es la emoción intensa de antes. 

Crees que has perdido frescura, que tu mirada se ha nublado con el velo del tiempo. Pero sabes que no es cierto. Nunca hubo mirada nítida. Tampoco entonces. No había mirada, no, ni tampoco mar, ni arroyo, ni montaña. Estabas sólo tú. Como ahora. Y dentro de tí, fluía todo, frondoso e inmenso. 

(Foto: Nacho Huerga)

El hueco

Las cosas fueron perdiendo su importancia. Se volvieron más livianas, y por ello, también más elevadas; ahora podían volar al soplo de cualquier viento y alzarse, o diluirse en vapor para volver a tí mutadas en una lluvia de sugerencias o recuerdos. 

Ese hueco dejado por todo aquello que iba perdiendo entidad en torno tuyo, en lugar de vaciarte, te llenaba. Y eras cada vez menos, o cada vez más. Tal vez ya ni eras, o ibas camino de no ser. Quien sabe. 

(Foto: Nacho Huerga)

Decisiones

El camino te va cambiando según lo andas. Creías que tomabas tus propias decisiones y que un criterio propio modelaba tus actos y modulaba tus ideas. Ahora sabes que no eras tú, que no era nadie...y que el camino, en verdad, es una pradera. 

 (Foto: Nacho Huerga)

Transcurrir

Hay que rebuscar con ahínco en la enorme biblioteca para dar con el relato. Es un libro corto; casi un folleto; apenas unas cuartillas cosidas, protegidas en guardas de hule y cerradas con una goma elástica. Parece un cuaderno escolar, o el diario aburrido de un tipo cualquiera. Escrito en la cubierta, en tinta azul pálido, puede leerse: "Método preciso para desempeñarse bien en la tarea de transcurrir". Y como nunca se ha encontrado ese librito y, aun de encontrase, nadie lo leería, vive desvalida la humanidad toda, sin una guía clara que de sentido a sus transcurrires. 

 (Foto: Nacho Huerga)