jueves, 31 de enero de 2008

Cultos

Tal y como Thomas Merton y muchos otros han apuntado, la superstición, el ritualismo y el pensamiento mágico no sólo perviven en las sociedad post-industrial sino que, en cierto modo, la explican, justifican y fundamentan. El consumismo, la publicidad, las marcas, la fidelidad a las empresas, la sociedad del ocio, no son intrínsecamente fenómenos racionales, sino , en enorme medida, religiosos, y de una religiosidad primaria, balbuciente, infantil, o, en terminología psicoanalítica, “anal".

Manila

Manila es una ciudad enorme y destartalada. Absolutamente confusa -si dejamos al margen los distritos financieros con sus enormes rascacielos de tamaño inverosímil- pero transitable y placentera, gracias a la tranquilidad cálida de sus viandantes. Sus mercados callejeros, abigarrados hasta lo indecible, tienen más de rastro madrileño que de bazar oriental aunque, eso sí, su densidad humana resulta típicamente asiática: Gente, gente y más gente. Pero gente silenciosa, gente que se mueve por las calles con un propósito determinado y que posa la mirada al azar y riega con ella sonrisas mudas.

Lo más extraño, a primera vista, es esa omnipresencia católica. Por los recovecos del pavoroso mercado de Divisoria circula sobre una camioneta una reproducción a tamaño natural de la virgen de Fátima acompañada de alocuciones religiosas e invitaciones al rezo, en un remiendo cutre de una procesión. En el barrio de Binondo, una mujer abraza a un santo tras trepar hasta la hornacina del frontal de la iglesia y recorre con su cuerpo el ramillete mustio de flores tropicales que antes adornaron el báculo de la efigie cristiana. Poco parece importarla el haber tirado al suelo, en su complicado descenso, un horripilante niño Jesús de cabello natural y estilo vudú, colocado en el mismo lugar por algún otro fiel igualmente fervoroso.

Más que ecléctica o surrealista, la religiosidad filipina es, principalmente, tribal, aunque retocada con el dudoso gusto de una modernidad confusa. En un vitral de la catedral, en Intramuros, las imágenes de dos militares con gafas de sol oscuras abrazan a la de una monja que parece bendecirles. Dos dragones chinos -estilo restaurante oriental de bajo presupuesto- vigilan la entrada de la iglesia barroca de San Agustín, también en la vieja Manila.

Y entre el tráfico de las calesitas de colores, los jeeps de la segunda guerra mundial transformados en microbuses de transporte público, las motos con sidecar y los sempiternos vehículos japoneses enfilando los barrios elegantes, una joven, casi una niña, frota ropa en un charco hediondo al pie de la vía, intentando no ser atropellada por la densa circulación. Los pobres, en Manila, limpian su suciedad en las aguas negras de los ricos.
(Foto:Luis Echanove)

viernes, 25 de enero de 2008

Gallardía

Por una vez el forcejeo político, el debate huero de los que mandan, se ha transformado en el argumento razonable para una obra de teatro griega. Resulta que los políticos tienen alma, sentimientos y emociones. Uno que ya pensaba en ellos como simples portavoces de discursos vacíos… pero no, ocurre que además de hablar sin decir nada, también padecen humanas mudanzas y se dejan arrebatar por los deseos. El Gran Gallardo ha sufrido la catarsis de la ambición frustrada; la pérfida Esperanza (que nombre tan poco afortunado para el personaje en cuestión) disfruta las mieles de su parcial victoria contra el alcalde de la villa. Como hijos díscolos y mutuamente enfrentados de un rey agonizante, Gallardón y Aguirre trafulcan en público, se echan pullas en los ascensores, se detestan con sublime odio catártico. Y todos nosotros, pobres votantes, publico gratuito de la opereta política, les vemos, les escuchamos, les observamos y les votamos (o no). Padecer las emociones del poder, tan al descubierto, me produce cierta congoja. Me sentía mejor cuando todo parecía indicar que a los políticos solo les interesaba el precio del café o de los garbanzos. Es horrible saber que, además de representarnos a nosotros, resulta que también se representan así mismos en farragosos papeles de película de estrenos TV.

lunes, 21 de enero de 2008

Macao

Dice un principio de la física cuantica que el hecho mismo de observar algo modifica al objeto observado. Eso es precisamente lo que ha sucedido con este perdido rincón del antiguo imperio portugués. Tan extravagante resultaba en el Lejano Oriente la presencia de esta provinciana y soñolienta ciudad lusitana –con sus soportales, sus azulejos, sus iglesias y esa inevitable melancolía inmemorial - que, una vez reunificada con el resto de China, despertó la curiosidad observadora de miles, de millones, de turistas. Como en la peor pesadilla del peligro amarillo, muchedumbres colosales de chinos invaden ahora las callejuelas del centro urbano. Igual que en la larga Marcha de Mao, ejércitos de visitantes del Gigante Asiático, hacen cola en la terminal del ferry, en los accesos a los museos, en las entradas a las afamadas confiterías locales… Los chinos acuden buscando una especie de Disneylandia mediterránea. Y la ciudad, con tal de sobrevivir, termina adaptándose a ese (mal) gusto.

El sabor deliciosamente decadente del Macao colonial se esta perdiendo a ojos vista. La reciente declaración de su casco histórico como Patrimonio de la Humanidad poco puede hacer para frenar las embestidas del turismo más masivo que quepa imaginar. Aunque, a decir verdad, el fin de ese Macao de novela se inicio probablemente ya en los años finales del dominio portugués. Como una prima pobre de Hong Kong, en lugar de airosos y súper modernos rascacielos de cristal, Macao ofrece al visitante el triste espectáculo de bloques de cemento del peor estilo Orcasitas. El cartón piedra de los casinos compite en mal gusto con la arquitectura pastiche de los modernos edificios de oficinas. La especulación inmobiliaria setentera causó en Macao estragos semejantes a los del Algarbe.

Pero, pese a todos estos peses, Macao es uno de esos lugares de los que uno enseguida se encariña. Es un amor a primera vista, un amor doloroso, desgarrador, como de un fado. Lo mismo que a Goa, lo mismo que a Salvador de Bahía….los mismo que a Lisboa o a Santiago de Compostela…a Macao se la quiere con solemne tristeza.

jueves, 17 de enero de 2008

Lectura

Estás leyendo. Siempre. A veces lees libros. Otras veces sentimientos. O colores, o sueños.
Miras las cosas y, al verlas, las estás leyendo. Porque, para tus ojos mágicos todo está escrito, en caracteres diversos, con alfabetos dispares, pero escrito siempre. Contemplas un árbol y lees en los surcos de sus ranuras. Observas el mar y traduces el significado de sus olas, redactado en su abecedario de espumas. Y hablas, y ríes, y lloras, y sigues leyendo, leyendo siempre, leyendo caras, leyendo sonrisas, leyendo lágrimas. Por eso escribo yo, para que tú me leas.