lunes, 16 de julio de 2012

De dónde venimos...


(2) El ancestro hereje
Como ya expliqué en la entrada anterior, la familia Echanove procede de Izurza y Mañaria, dos pueblillos situados en la comarca de Durango, al pie de las montanas de Urkiola. Ya he intentado demostrar que, con probabilidad, corren por los Echanove la sangre de brujas y recalcitrantes idolatras. Pues bien, me dispongo aquí a exponer como, además de tales, los Echanove hemos tenido también nuestro pasado hereje.
Hacia 1425 un franciscano de origen incierto, llamado Alonso Mella, comenzó a predicar por la villa de Durango y su región una extraña nueva teología basada en la pobreza y la negación del poder papal. Según algunos estudiosos, se trataba de una doctrina de clara influencia cátara. La nueva fe enseguida prendió entre los humildes labriegos del Duranguesado. No es descartable que ese sustrato de cultos pre-cristianos aun practicado a escondidas en las aldeas de Izurza, Mañaria y otras de los montes de Urquiola de algún modo sirvió de caldo de cultivo para la veloz propagación de la herejía por aquellos andurriales.
Los adeptos a esta nueva filosofía, adelantándose unos cuantos siglos al comunismo y también a la liberación sexual, comenzaron a practicar la comunidad de bienes…y la de mujeres. Acudían regularmente en tropel a Amboto (como y vimos, lugar sagrado para los vascos desde siempre) monjes franciscanos y varios cientos de mujeres de la comarca y allí se dejaban llevar por un desenfreno amoroso digno del mejor porno duro.

La iglesia y el poder civil, aterrados frente a tamaña herejía e inmoralidad, se pusieron enseguida manos a la obra para erradicar tanto pecado. No obstante, a los inquisidores les llevó mas tiempo de lo previsto remover la semilla de de la abominación. Parece que a los lugareños eso de practicar el amor libre y no seguir los dictámenes de los curas le divertía a rabiar.

Finalmente, en 1442 son aprehendidos por todo el Duranguesado unos mil quinientos herejes,  incluidos, sin duda, muchos vecinos de Izurza y Mañaria, una cifra inusitadamente alta para una región que, por entonces, sumaba apenas cinco mil familias.  Los cien más recalcitrantes  fueron finalmente quemados en la hoguera, algunos en Durango, otros llevados a Santo Domingo de la Calzada y a Valladolid, en lo que constituyó el primer proceso –y el más sanguinario- contra la brujería y la herejía en la historia del País Vasco.

Los documentos históricos no nos enumeran los nombres de esos pobres desgraciados sometidos a condena pero, por simple estadística, no seria nada extraño que alguno de los Echanove de Izurza y Mañaria hubiese sufrido tan espantoso fin.

Tanta herejía y nigromancia en el pasado familiar se compensa de algún modo, con otro dato sorprendente: me llamo Juan en honor a un inquisidor del siglo XVI, antepaso mío por parte Mugartegui.  Pero este asunto es digno, por si mismo, de otra entrada en este blog…

(Foto: Luis Echánove)

De dónde venimos....

(1) La antepasada bruja
El apellido Echanove (Etxanobe) procede de la minúscula aldea de Echano (del euskera etxano, 'la casita'), situada en la parte sur del diminuto municipio de Izurza y camino del de Mañaria, ambos en el Duranguesado, en Vizcaya. La comarca de la que hablamos se sitúa en un área montaraz y boscosa  incrustada en el parque natural de Urquiola; de hecho, la inmensa mayoría del municipio de Mañaria entra dentro del perímetro del parque.  Hay acreditada la presencia de mis antepasados directos en aquellos parajes desde fines del siglo XVI, aunque se sabe de unos Echanobengoa (antecesores suyos) morando por allí desde mucho antes.

Existen muchísimos indicios históricos como para afirmar que esta pequeña región de cumbres rocosas y tupidos bosques en el corazón de Euskadi fue uno de los últimos lugares de la geografía peninsular donde los ancestrales cultos anteriores al cristianismo lograron sobrevivir por más tiempo. La zona conformaba, de algún modo, un último reducto de las esencias más antiguas de la cultura y la religiosidad vascas. El imponente Amboto, ubicado en Urquiola, ha sido considerado siempre como el gran monte sagrado de la religión pre-cristiana. En él se emplaza la cueva natural de Mariurika, el hogar principal de Mari, la diosa madre de la religión vasca antigua, adorada en secreto hasta tiempos no muy lejanos entre los habitantes de los caseríos de la zona. Según se cuenta, el párroco de la comarca acudía a la cueva a celebrar misa cada siente años en honor de la diosa madre. A muy posos kilómetros de Amboto, a espaldas de la aldeilla de Echano, se alza  la montaña de  Mugarra, otro de los escondites de Mari. En la misma área esta la cueva de Azkondo que, según las tradiciones populares, era lugar de reunión secreta de las sorionak  o sacerdotisas de la diosa, tenidas por brujas por las autoridades eclesiásticas. No lejos hay un paraje llamado a Akelarre (como el celebre sitio en Navarra cuyo nombre ha servido finalmente para significar de modo genérico, una reunión de brujas).

Es más que verosímil suponer que aquellos aldeanos de Etxano (por entonces, y aun hoy, apenas una docena de familias, incluidos los Echánove), practicaran hasta bien entrada la Edad Moderna, al igual que los demás escasos pobladores de las montanas de Urquiola, los atávicos cultos a Mari y otras deidades paganas. Quien sabe, hasta es posible que por las venas de mis hijas corra la sangre de alguna de aquellas sorionak,  la brujas vascas.

(Foto: Luis Echánove)

martes, 3 de julio de 2012

El fondo del vaso


Yo no podía apartar la vista del amplio grupo de comensales de enfrente. Una docena de asiáticos, el grueso georgiano de cuello de ogro y dos sujetos europeos vestidos con camisetas multicolores se distribuían en torno a una enorme mesa cuadrangular de  caoba oscura. Solo el georgiano hablaba, y muy de cuando en cuando. Los platos estaban vacíos y todas aquellas personas parecían esperar unos postres que nunca terminaban de llegar. Alguno daba sorbos al vaso de vino, pero la mayoría, y sobre todo los orientales, mataban el tiempo pretendiendo que enviaban mensajes por el móvil, aunque era evidente que en realidad estaban jugando al tetris o haciendo sudokus, porque ningún asiatico tarda  tanto en escribir con el teléfono celular.

Mi depurado ojo clínico para clasificar habitantes de Extremo Oriente conforme a su nacionalidad se puso en marcha. Más de cinco años residiendo en Filipinas me permiten hoy en día determinar si un tipo es originario de, por ejemplo, Birmania, Corea del Sur o la China continental con un margen de error muy modesto. Saber de que país es la gente con al cual uno se cruza es una de las formas de curiosidad más universales. Yo me paso el día aclarando a los tenderos taxistas o camareros que no soy griego, ni francés, ni armenio, sino español. Generalmente incluso se lo digo antes de que me pregunten, para no mantenerles con el alma en vilo ni un segundo.

Los asiáticos de la mesa de al lado me parecían, por sus rasgos, oriundos del mundo malayo; eso reducía las opciones a cuatro posibles nacionalidades: Filipinas, Brunei, Malasia e Indonesia. Descarté Brunei por simples razones estadísticas (demasiado improbable; allí vive muy poca gente); luego borré Filipinas de la lista por la indumentaria (demasiadas camisas de batik); el hecho de que al menos dos en el grupo mostraran un aspecto claramente sudasiático me decantó por Malasia (un diez por ciento de la población del país procede de la India). Bien, eso aclaraba parte del dilema, pero no la pregunta más acuciante: ¿Qué hacía un numeroso grupo de malayos cenando en un restaurante de Tiflis, en el Cáucaso?  

Yo seguía observando a aquel grupo de modo obsesivo. Finalmente llegaron sus postres. Sentí en los rostros el alivio de encontrar al fin una buena disculpa para seguir sin hablar. Ya no tenían que evitar las conversaciones haciendo que enviaban textos con el móvil. Ahora podían comer tranquilamente, sin preocuparse en absoluto del mundo exterior. Al fin terminaron. El georgiano se levantó el primero, después los europeos de aire extraño y finalmente los malayos.

Tres se rezagaron un poco. Sacaron una sonrisa del baúl de los gestos falsos y se hicieron fotos con ella puesta, garantizando así que la eternidad conservase un recuerdo escamotado de aquella velada tan aburrida. Apagaron las cámaras digitales y el gesto amable y dos de ellos se marcharon. El ultimo quedo allí, detenido un segundo más ante la mesa, como absorto. Luego miró a hurtadillas en todas las direcciones, igual que un niño cuando se dispone a hacer una travesura y quiere evitar testigos incómodos. Entonces, como un chaval pillo tras un banquete de bodas, se abalanzó una a una sobre todas las copas de vino, aun esparcidas sobre la mesa, y se bebió a sorbos rápidos los culillos de tinto rezagados al fondo de cada una. Y entonces sí, estalló en su rostro una sonrisa inconmensurable.

(Foto: Luis Echanove)

Profesiones inverosímiles: Estilita


A veces una sola letra puede cambiar por completo el sentido de la vida. La palabras estilita y estilista solo se diferencian en la silbante segunda 's'; no obstante, entrambos términos media un abismo conceptual. Los estilistas se ocupan de mejorar la apariencia externa de las personas; los estilitas, por su parte, se hacen cargo de mejorar el espíritu, o, dicho de otro modo, de aproximar el alma al paraíso. Ambos comparten un interés común por la persona humana y su desarrollo; la diferencia sólo radica en el enfoque: para los estilistas, la materia prima de su labor es el cuerpo, la forma de vestir y actuar, lo tangible, el mundo de los sentidos. Para los estilitas la estrategia es la contraria: hay que alejarse del mundanal ruido y buscar el cielo en total aislamiento.  Para llevar a cabo tan ambiciosa labor, los estilitas optan por la práctica de un estilo de vida cuasi circense: Vivir encima de una columna a varios metros sobre el suelo.

La invención de esta original ocupación se atribuye a un ermitaño sirio de fines del siglo IV llamado Simeón. A Simeón las distancias cortas con la gente no le gustaban en absoluto. Harto ya de que las masas de fieles perturbaran su solitaria paz espiritual visitándole en la remota cueva en la que habitaba, el tipo optó por levantar un alto pilar y subirse encima. Como suele suceder con los famosos cuando intentan escabullirse de sus fans, el alejamiento físico de Simeón, en lugar de retraerle del ojo público, le hizo aun más popular. Las multitudes se acercaban por cientos a los pies al pilar para admirar al santo Simeón y rogarle bendiciones. Simeón, que, como queda dicho, no destacaba por su sociabilidad, decidió entonces encaramarse a una columna todavía más alta, para, a medida que se acercaba al cielo, alejarse del fragor popular.  De nada sirvió la medida: Cuanto más se alejaba del suelo Simeón, más gente acudía a visitarle y admirar su prodigiosa forma de vida, en prueba evidente de ese principio quántico conforme al cual la observación de la realidad modifica el objeto observado. Al final de sus largos días, Simeón el estilita (de stylos, columna en griego) residía  en una pequeña plataforma alzada ya a quince metros sobre el suelo. Aunque parezca sorprende, murió de viejo, y no de un trompazo por caerse hasta el suelo alguna noche de sueño agitado.

El ejemplo de Simeón cundió y, en las décadas y siglos posteriores, eso de buscar la espiritualidad a base de vivir subido a una columna se convirtió en una practica bastante habitual entre los místicos (y algunos 'friquis') de la antigüedad. Curiosamente los más afamados subsiguientes estilitas se llamaron también Simeón, como si por alguna extraña razón el nombre predispusiera a una cierta querencia por vivir en las alturas. Hubo así un  Simeón el estilita el joven (que, pese a su mote, murió a los 84 años), y hasta un Simeón el estilita III (conocido por la historia así, con el numero detrás, como si tratase del miembro de una saga de pelotaris o toreros). Otros estilitas celebres respondieron a nombres mucho más originales, tales como los pomposos san Alipio de Adrianopolis o San Walfor.

Por inverosímil que resulte la profesión de estilita, no merecería una entrada en este blog sino fuera porque todavía se continúa ejerciendo: En Georgia, el país donde ahora moro, vive probablemente el único estilita del planeta: se llama Maxim y habita encima del pilar de Katshi,  una estrecha columna natural de roca de unos 30 metros de altura con una pequeña ermita encima, solo accesible mediante un sistema de poleas. Maxim, pese a su inusual forma de vida y al hecho de ser citado en la mismísima Wikipedia, todavía no ha atraído la atención de los curiosos.

Hubo una época en la cual los estilitas abundaban y los estilistas no se prodigaban. Ahora sucede a la inversa.  Por el bien de la diversidad humana espero de veras que el ejemplo de Maxim cunda un poco y el ejercicio del estilitismo se propague de nuevo. Me encantaría, por ejemplo, que unos cuantos banqueros avariciosos, especuladores bursátiles y demás gentes de estiloso mal vivir, optaran por enmendar sus muchos pecados subiéndose a vivir encima de una columna, en lugar de dedicarse jorobar la vida del prójimo.   

(Foto: Ignacio Huerga)