jueves, 31 de julio de 2008

Lejos de mi ciudad

Dicen que en Madrid es imposible perderse. Basta con caminar sus calles en sentido descendente para sumergirse en el corazón de la ciudad. Pero, ¿qué sucede cuando dejas de escuchar el latido de ese corazón? En ese caso, tal vez es la misma ciudad la que se pierde.
"No recuerdo acaso los detalles.
del Madrid que fue y ahora se esconde.
Dejé mi juventud entre sus calles.
Buscándola regreso, pero ¿a dónde?"
(Acuarela de Ignacio Huerga)

jueves, 24 de julio de 2008

A Olalla en el mar sin orillas

Voy, Olalla, a escribirte unas letras menudas, menudas como tu cuerpecillo de pez flotando, pateando, en el mar sin orillas donde habitas.

Voy, Olalla, a contarte una historia breve, de esas que uno recuerda sin querer pero olvida cuando quiere. Empieza este cuento con un niño navegando en un odre (como tú ahora). Crece el niño y navega otros mares, y encuentra otros odres. Crece y crece, y el niño ya no es niño, es padre, pero navega, siempre navega, porque vivir, Olalla, es navegar.

Cruza los mares, Olalla, de ese claustro en el que moras. Crúzalos de norte a sur y de sur a norte. Crúzalos, que un océano inmenso, sin linderos, es el mundo a donde vienes.
(Foto: Luis Echanove)

Maneras de vivir

El hábito no hace al monje
Hay un monje italiano septuagenario que es cantante de heavy metal. Hace unas semanas inauguró en Padua el festival de Rock “Gods of Metal”. El fraile sale a escena en hábito y chancletas clericales. Gasta tonsura y una larga barba blanca de esas que uno sólo puede imaginar en un monje medieval. He leído en Internet un par de entrevistas y el hombre sabe bien lo que se hace. Con toda sabiduría, asocia el rock duro al gregoriano. Ve en el sonido rotundo un camino directo hacia la trascendencia, un instrumento místico para alcanzar lo divino. Le he escuchado en Youtube y la verdad es que su cavernosa voz y los acordes rasgados de los guitarristas de su banda tienen poco que envidiar, en cuanto a autenticidad rockera, a Metallica, la banda que “convirtió” al heavy a este fraile.

En el fondo, como todo buen forofo del románico sabe, el monacato siempre ha sido proclive a la estética metalera, como las gárgolas de monstruos y dragones de tantos claustros medievales claramente prueban. Yo estoy seguro de que en Silos, en Chartres, en Montecassino, hace ochocientos años, las voces limpias que resonaban en las capillas abadiales provocaban en la feligresía algo parecido a lo que Fratello Metallo (nombre artístico del capuchino del hard rock) causa en los jóvenes italianos que acuden a sus conciertos.

Esperemos que Ratzinger se aficione al punki pronto. Creo que con el pelo de verde atraería a más publico que con la capa de armiño.

(Foto: Luis Echánove)

lunes, 21 de julio de 2008

El laboratorio del cuelgue (2)

Prueba numero dos: Definiciones indefinidas

Instrucciones: (1) Elija una frase al azar. (2) Sustituya las palabras por sus definiciones del diccionario. (3) Después, transcriba el resultado en su página Web.

Resultado del experimento:

Escoja o seleccione sin orden ni planeamiento un conjunto de palabras que tengan un sentido y coloque para que las reemplacen, en lugar de los sonidos articulados que expresan una idea, sus fórmula por medio de la cual se definen dando un conjunto de propiedades suficiente para designar de manera unívoca un objeto, individuo, grupo o idea del libro en el que, por orden generalmente alfabético, se contienen y definen todas las palabras de uno o más idiomas o las de una materia o disciplina determinada. Con posterioridad en el tiempo, escriba o anote el efecto y consecuencia del hecho, operación o deliberación en el documento perteneciente o relativo a la persona situado en una red informática, al que se accede mediante enlaces de hipertexto.

Comentario: La exactitud es muy aburrida.

(Foto: Luis Echanove)

domingo, 20 de julio de 2008

El laboratorio del cuelgue (1)

Prueba numero uno: Selección aleatoria

Instrucciones: (1) Adquiérase un Ipod. (2) Introdúzcase en el mismo la música favorita de todos los CDs que uno posea. (3) Presiónese la tecla “Selección aleatoria” del programa Itunes. (4) Escríbase una frase breve describiendo el primer recuerdo que asalta a la cabeza con cada canción que suene. (4) Cuélguese el resultado en el blog personal.

Resultado del experimento:

Un autobús de colegio, rumbo a Riofrío, escuchando Men at Work con los walkman. La música de los Clash, sonando a toda pastilla, en una fiesta en Villaviciosa de Odón. Las canciones de Ella Baila Sola, de fondo una lenta tarde tropical en nuestra casa de Managua. Carmen bailando a Shakira en el salón, gesticulando como una posesa. Haciendo karaoke de “Un beso y una flor” en el cuarenta cumpleaños de mi hermano. Cecilia sonando en el Monte de los Olivos, en Jerusalén. Tarareando el Unicornio Azul, en la Cabanga, con Nicaragua en las venas. Eva moviéndose al ritmo flamenco de Antonio Flores, con media sonrisa de felicidad plena. Un tema de jazz que no me trae ningún recuerdo concreto. Perdido en mi habitación con Mecano, una tarde adolescente, en temporada de exámenes. Los Ramones perforándome los tímpanos mientras bailo a saltos en un garito de Malasaña. Herido por “la bala” de Ofilio Picón, queriendo tocar la música con las manos desnudas. Viviendo intensamente “so Payaso” de Extremoduro, en casa de Sabina Pera. Oyendo playa Girón en bahía de Cochinos, una tarde después de bucear en el Caribe. Mozart sin más, aquí, ahora. 20 de abril del 90, escuchando Celtas Cortos en la radio del coche, camino de la Facultad. El Dúo Dinámico sonando en el comediscos rojo de Pochete mientras leíamos tebeos.

Comentarios: prueba fallida; el azar existe; no sonaron Los Secretos y creo haber escuchado alguna canción ausente en mi colección de CDs.

(Foto: El autor del experimento fotografiado por Luis Echánove)

jueves, 17 de julio de 2008

Monotemas monoteistas (1)

El fundamentalismo religioso en Estados Unidos
(Extracto de "Ecos del Desierto")

Puede que tenga razón Harold Bloom cuando afirma que, por encima de su gran su mosaico de confesiones, Norteamérica ha creado una nueva religión, más inspirada en el gnosticismo, una antigua mística de la salvación, que en el cristianismo. Una religión de matriz pre-cristiana que permite proclamar a George W. Bush que Dios está con ellos, que Dios les conoce y les ampara. Una cultura en la que el relato bíblico colma la ausencia de profundidad histórica. El célebre “Dios bendiga a América” es una declaración de fe manifiestamente tribal. No se puede comprender cabalmente la historia de los Estados Unidos si no se toma en consideración toda esa corriente ideológica consistente en considerarse un pueblo especialmente elegido por Dios para redimir una tierra virgen y a la larga, el mundo entero a partir de los valores de la libertad, la democracia y el libre mercado.

Esta corriente de pensamiento bebe directamente del Antiguo Testamento, del que tan amante fueron los primeros norteamericanos desde los tiempos de los Padres Peregrinos. Dicha corriente ultra-radical, materializada en la llamada “guerra contra el Terror”, ha gobernado los designios del pueblo norteamericano durante la administración Bush como nunca antes en la historia de la gran democracia americana. George W. Busch es, desde 1985, un cristiano renacido. En el 2004 declaró que “Estados Unidos ha sido bendecido gracias a nuestra fe en Jesús. El mundo entero tiene los ojos puestos en nuestro país y espera que le guiemos por los caminos de la moral”.

La Norteamérica brillante, laica y la vez mística que profetizó Ralph Waldo Emerson, ha permanecido varios años enterrada bajo en oscuro manto de la ambición petrolera y la plutocracia de los lobbies y las grandes corporaciones, pero –no me cabe la menor duda- resurgirá un día como faro de libertades.

(Foto: Luis Echanove)

lunes, 14 de julio de 2008

Aquel verano

Fue una mañana poco antes del verano, hace ahora más de treinta años. Cuando se es niño nada hay tan fascinante como los últimos días del colegio. Con siete años (¿o eran ocho?) la excitación previa a las vacaciones es el equivalente a la felicidad. A la llamada de mi padre me desperté. Pasó un rato. Tal vez me vestí, tal vez zanganeaba en la cama. No recuerdo. Tampoco sé lo que me llevó a asomarme a su dormitorio. Allí estaba: mi padre, sentado al borde la cama, con la cara arrugada del dolor, no de un dolor agudo, más bien de un dolor desconcertante, de una molestia súbita y odiosa (esa cara sí no la he olvidado). Me miró de refilón, y entendí algo, algo que no podía expresar con palabras. No sé si desperté a mi madre o si se levantó ella sola. Salí de su habitación. Pasé una eternidad de varios minutos jugando junto al rellano de la puerta de mi cuarto, pendiente de las conversaciones confusas, del sentido de urgencia que de pronto había invadido la casa. Supe enseguida que ya nada sería igual después de aquel amanecer extraño.

Al rato (otra eternidad), y para mi sorpresa, entró la tía Angeli en mi habitación. Me llevó al cole en su coche verde. Estaba muy nerviosa. Pregunté si papá se pondría pronto bueno. Me dijo que sí, pero me habló de una ambulancia. Llegamos al colegio. Hacía rato que la clase había comenzado. Recuerdo bien esa sensación embarazosa de entrar en el aula con mis compañeros ya sentados y la profesora en su bata blanca mirándome sorprendida, agarrando una tiza en la mano. Expliqué que estaban operando a mi padre. Lo dije con el orgullo de niño que lleva una aventura en el bolsillo. Me lo había inventado. Pero era verdad.

Pasaron unas semanas confusas. Las palabras hemiplejia, UVI y trombosis se incorporaron enseguida a mi vocabulario infantil. Yo vivía aquellos días algo asilvestrado, al cuidado difuso de mi hermana Aránzazu, de Esperanza la asistenta, casi siempre junto a mi hermano Luis. Nunca fui al hospital. Apenas veía a mi madre. Llegó julio. Mi abuela nos llevó a Luis y a mí a su apartamento en Almuñecar para alejarnos del torbellino. Fue entonces cuando empecé a dibujar mapas sobre folios usados; los pegaba unos a otros con papel celo, hasta conformar hojas enormes sobre las que trazar calles ficticias por las que mis coches matchbox podrían transitar y playas de arenas blancas en las que desembarcar mis soldaditos de plástico. Había decidido trazar a escala esas batallas de la guerra mundial que mi padre ya no podía contarme. Me escondía en mis mapas.

Terminó el verano. Nos reencontramos con mi padre en El Escorial. Me habían explicado que no podía hablar bien, que había olvidado escribir, que andaba con muleta, que movía mal el brazo. Recuerdo ese momento con perfecta claridad: Mi padre entró por la puerta, venía de un paseo por el jardín de atrás. Yo estaba sentado en el sofá del salón. Nos veíamos por primera vez en dos meses. Nuestras miradas recorrieron el pasillo despacio. El me regaló una sonrisa inmensa, grande como el mar. Yo salí corriendo hacia él y le abracé en silencio, feliz.

Cierro los ojos y siento eso mismo otra vez, una mañana poco antes del verano, hace ahora más de treinta años.
(Foto: Acuarela de Luis Echánove Mugártegui)

domingo, 13 de julio de 2008

Verano en Plescen (y IV)

(Cuento por entregas)
Amanecí al día siguiente presa de una gran inquietud. Apenas pude trabajar. Me entraron fuertes tentaciones de indagar sobre la identidad del misterioso visitante de la noche anterior o echar un vistazo al lugar de la cita antes de la hora prevista. Me abstuve de todo ello y pasé la jornada haciendo esbozos en mi cuaderno de anotaciones sentado en uno de los bancos junto a la chimenea de la posada.

Pocos minutos antes de la cita calcé mis botas de caña, me eché sobre los hombros la gruesa pelliza de armiño y, con un candil de gas encendido –faltaba poco para la anochecida- me encaminé hacia el destino fijado.

Nadie asomaba por las calles de Plescen. Salvo los domingos y días de fiesta, era raro toparse con algún viandante después de las horas del trabajo. Soplaba un viento desagradable, de modo que decidí caminar con pasos rápidos. En poco tiempo llegué a la bocacalle de la que partía el camino hacia el antiguo matadero. Nunca había enfilado antes aquella oscura calleja. Con la noche ya señera y sin más luz que la tenue compañía de mi candil, por poco tropecé en un par de ocasiones.

Se me hizo largo el recorrido. Aquella calle, ya transformada en camino, moría al pie de la entrada al matadero. Éste, según los planos que tanto había consultado aquel verano, y si mal no recordaba yo, no distaba de allí más de doscientas varas. A un lado y otro seguía sucediéndose las casas de piedra vista y sin repellar, tristes y negras como la noche.

Por fin llegué a la parte final de camino. Eché un vistazo al lado derecho. Una estrecha senda conducía a un edificio, cuya silueta apenas era perceptible desde allí. Tomé la senda y a los pocos metros me topé de bruces con la casa: Era soberbia, de dos plantas.

Sus muros lisos y repellados lucían un espectacular despliegue de coloridos.
(Foto: Luis Echánove)

jueves, 3 de julio de 2008

Sueño con el mar

Ayer de mañana, temprano, cuando todos dormían menos los pájaros, las hormigas y los árboles, soñé con el mar.
Vi un pez sin nombre navegando sobre la cresta de las olas. Vi también un rayo de luz cruzando el cielo. Su resplandor cegaba a las nubes.
“Ya entiendo”, me dije, “el océano guarda una respuesta”.

(Foto: Luis Echánove)

miércoles, 2 de julio de 2008

Verano en Plescen (III)

(Cuento por entregas)

Una tarde de inicios de septiembre, abatido por el trabajo y la pesadumbre, me retiré a mi habitación antes de lo usual. Por lo general tomaba mis notas de trabajo en la gran sala de la posada, uno de cuyos rincones había yo transformado a mi antojo en despacho de campaña. Sólo destinaba el cuarto a dormir y, los domingos, a holgazanear leyendo novelas románticas sin levantarme de la cama.

Alguien aporreó la puerta de la habitación mientras me quitaba las botas. Un sudor frío me recorrió la espalda…¿de quién se trataría? Nunca había recibido más visitas allí que las del posadero reclamándome los sábados a primera hora el pago semanal. Me alcé de un brinco y abrí la puerta chirriante sin quitar el pestillo. Por la ranura pude contemplar a un hombre añoso y mal encarado al que jamás antes había visto. Me disponía a preguntarle quien era y de que se trataba su visita cuando el arrancó a hablar, con el acento esquivo de las gentes de los páramos.

- Sé lo que ha venido a hacer a Plescen. Todos los sabemos, pero nadie le quiere ayudar. Tal vez yo pueda hacerlo. Acuda mañana a esta misma hora a mi casa. Es la última al fondo de la calle que conduce al matadero. Se llega por una pequeña trocha a la derecha del camino.

Quedé atónito y sin capacidad de responder otra cosa que no fuera un desesperado “¡espere!”. Su figura huyó del otro lado de la puerta, antes siquiera de que yo terminara de abrirla.

Esa noche no pegué ojo. Cavilé incesantemente cualquiera de las posibles explicaciones a tan inusitada visita. Tal vez aquel anciano pudiera confirmar alguna de las tesis tradicionalmente sostenidas para explicar las particularidades de la arquitectura del poblado, como aquella referente a un sustrato antropológico distinto al del resto de la región, que justificaría una trayectoria cultural diferente. O bien aquella conforme a la cual en tiempos remotos el insalubre clima de los páramos habría obligado a los otros poblados a repellar sus viviendas para sanear los muros; medida que en Pliscen nunca se habría adoptado por gozar de un aire más sano gracias al viento procedente del gran lago. O aquella otra que justificaba la medida por razones políticas, como un modo de distinguir a aquel pueblo, nunca sometido a señorío feudal alguno, de las poblaciones bajo régimen de vasallaje nobiliario. Estas y otras teorías gozaban de cierto crédito en el reducido círculo de los arquitectos e historiadores interesados en el tema. Yo sabía, por una serie de motivos que no ha lugar ahondar ahora, que ninguna resultaba plenamente satisfactoria. No era descabellado, sin embargo, que algún anciano del pueblo conociera la auténtica razón de aquello, tal vez transmitida por tradición oral de padres a hijos durante un sin número de generaciones.

(Foto de Luis Echanove)