Una tarde de inicios de septiembre, abatido por el trabajo y la pesadumbre, me retiré a mi habitación antes de lo usual. Por lo general tomaba mis notas de trabajo en la gran sala de la posada, uno de cuyos rincones había yo transformado a mi antojo en despacho de campaña. Sólo destinaba el cuarto a dormir y, los domingos, a holgazanear leyendo novelas románticas sin levantarme de la cama.
Alguien aporreó la puerta de la habitación mientras me quitaba las botas. Un sudor frío me recorrió la espalda…¿de quién se trataría? Nunca había recibido más visitas allí que las del posadero reclamándome los sábados a primera hora el pago semanal. Me alcé de un brinco y abrí la puerta chirriante sin quitar el pestillo. Por la ranura pude contemplar a un hombre añoso y mal encarado al que jamás antes había visto. Me disponía a preguntarle quien era y de que se trataba su visita cuando el arrancó a hablar, con el acento esquivo de las gentes de los páramos.
- Sé lo que ha venido a hacer a Plescen. Todos los sabemos, pero nadie le quiere ayudar. Tal vez yo pueda hacerlo. Acuda mañana a esta misma hora a mi casa. Es la última al fondo de la calle que conduce al matadero. Se llega por una pequeña trocha a la derecha del camino.
Quedé atónito y sin capacidad de responder otra cosa que no fuera un desesperado “¡espere!”. Su figura huyó del otro lado de la puerta, antes siquiera de que yo terminara de abrirla.
Esa noche no pegué ojo. Cavilé incesantemente cualquiera de las posibles explicaciones a tan inusitada visita. Tal vez aquel anciano pudiera confirmar alguna de las tesis tradicionalmente sostenidas para explicar las particularidades de la arquitectura del poblado, como aquella referente a un sustrato antropológico distinto al del resto de la región, que justificaría una trayectoria cultural diferente. O bien aquella conforme a la cual en tiempos remotos el insalubre clima de los páramos habría obligado a los otros poblados a repellar sus viviendas para sanear los muros; medida que en Pliscen nunca se habría adoptado por gozar de un aire más sano gracias al viento procedente del gran lago. O aquella otra que justificaba la medida por razones políticas, como un modo de distinguir a aquel pueblo, nunca sometido a señorío feudal alguno, de las poblaciones bajo régimen de vasallaje nobiliario. Estas y otras teorías gozaban de cierto crédito en el reducido círculo de los arquitectos e historiadores interesados en el tema. Yo sabía, por una serie de motivos que no ha lugar ahondar ahora, que ninguna resultaba plenamente satisfactoria. No era descabellado, sin embargo, que algún anciano del pueblo conociera la auténtica razón de aquello, tal vez transmitida por tradición oral de padres a hijos durante un sin número de generaciones.
Alguien aporreó la puerta de la habitación mientras me quitaba las botas. Un sudor frío me recorrió la espalda…¿de quién se trataría? Nunca había recibido más visitas allí que las del posadero reclamándome los sábados a primera hora el pago semanal. Me alcé de un brinco y abrí la puerta chirriante sin quitar el pestillo. Por la ranura pude contemplar a un hombre añoso y mal encarado al que jamás antes había visto. Me disponía a preguntarle quien era y de que se trataba su visita cuando el arrancó a hablar, con el acento esquivo de las gentes de los páramos.
- Sé lo que ha venido a hacer a Plescen. Todos los sabemos, pero nadie le quiere ayudar. Tal vez yo pueda hacerlo. Acuda mañana a esta misma hora a mi casa. Es la última al fondo de la calle que conduce al matadero. Se llega por una pequeña trocha a la derecha del camino.
Quedé atónito y sin capacidad de responder otra cosa que no fuera un desesperado “¡espere!”. Su figura huyó del otro lado de la puerta, antes siquiera de que yo terminara de abrirla.
Esa noche no pegué ojo. Cavilé incesantemente cualquiera de las posibles explicaciones a tan inusitada visita. Tal vez aquel anciano pudiera confirmar alguna de las tesis tradicionalmente sostenidas para explicar las particularidades de la arquitectura del poblado, como aquella referente a un sustrato antropológico distinto al del resto de la región, que justificaría una trayectoria cultural diferente. O bien aquella conforme a la cual en tiempos remotos el insalubre clima de los páramos habría obligado a los otros poblados a repellar sus viviendas para sanear los muros; medida que en Pliscen nunca se habría adoptado por gozar de un aire más sano gracias al viento procedente del gran lago. O aquella otra que justificaba la medida por razones políticas, como un modo de distinguir a aquel pueblo, nunca sometido a señorío feudal alguno, de las poblaciones bajo régimen de vasallaje nobiliario. Estas y otras teorías gozaban de cierto crédito en el reducido círculo de los arquitectos e historiadores interesados en el tema. Yo sabía, por una serie de motivos que no ha lugar ahondar ahora, que ninguna resultaba plenamente satisfactoria. No era descabellado, sin embargo, que algún anciano del pueblo conociera la auténtica razón de aquello, tal vez transmitida por tradición oral de padres a hijos durante un sin número de generaciones.
(Foto de Luis Echanove)
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