sábado, 28 de junio de 2008

Dignidad

A todos nos gustan unas palabras más que otras, tal vez por como suenan, tal vez por lo que evocan, por los recuerdos que a ellas asociamos, o simplemente por su significado literal. La palabra “dignidad” es una de mis favoritas, por todas esas razones y tal vez algunas más.

Ayer me enfrenté cara a cara con esa palabra en el último rincón de Mindanao, en un tú a tú sin intermediarios de ninguna clase. Ante mí se alzaba la palabra “dignidad”, desplegada en todos los idiomas posibles, en forma de rostro curtido de un ex vagabundo reclutado como recolector de basura por las autoridades de su barrio. Gana 20 euros al mes. Recorre las calles de lodo todas las tardes en un triciclo cargado de sacos con los desperdicios del vecindario. No sé qué edad tiene, pero aparenta mucha. No habló conmigo. Yo sí con él, aunque mis palabras no debieron decirle demasiado.

De su silencio fluía un mensaje claro, transparente: dignidad, así, sin más, sin adjetivos, verbos ni pronombres. Aquellas facciones resumían el significado de esa palabra mejor que el diccionario más completo. La dignidad ni se compra ni se regala. Está o no está: como el agua dentro de un vaso; como los pasajeros en un tren; como los cromos de colección en el álbum de un niño. Lo leí en su mirada, en sus arrugas. Fue en una calle sucia, una tarde de sol.

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