martes, 14 de diciembre de 2010

Cuento sin sentido

-'Y el poema que nunca se acaba no es, tampoco, un poema circular'-, dijo rotundo, poniendo así fin a tan brillante conferencia. El público aplaudió con cierta solemnidad. El animal ruido de golpear las palmas de las manos para expresar jubilo o asentimiento parecía transformase en un acto de elevada reflexión metafísica, tras los muros de aquel respetable centro del saber. Recogió con cuidado las cuartillas del discurso manuscrito y abandonó el estrado con cierta prisa. Temía y a la vez despreciaba a esos preguntones cobardes, de último momento, que no osan nunca alzar su mano y dirigir sus interpelaciones en público y que esperan, agazapados en el pasillo, para entablar conversación con el conferenciante. Así que aligeró su paso, alzando la mano en saludos sin destinatario, y se encerró rápidamente en su despacho. Oculto de las miradas, cerró los ojos y se repitió mentalmente las ultimas palabras de su brillante presentación: 'Y el poema que nunca se acaba no es tampoco un poema circular'.

Unos nudillos golpearon la puerta del despacho. Preguntó 'quien es'. Respondió una voz de mujer joven. Por cortesía la dejo pasar. No reconoció el rostro, ni las delgadas piernas, no reconoció nada de nada. Y ella dijo: 'Tomás, esa frase, tú ultima frase en la conferencia de hoy, es brillante'; el sonrió, sonrió por el comentario y sonrió porque no se llamaba Tomás. Aquella joven no sabía ni su nombre, o tal vez le confundía con otro, o se había equivocado de puerta, o de pasillo, o de Facultad, o puede que incluso de ciudad. 'Perdone señorita, yo no me llamo Tomas…'. No puedo acabar la frase; ella le interrumpió resuelta: 'Si, pero esa ultima frase….el poema circular…'-. El se sentía molesto; quería estar solo; aquella desconocida le inquietaba.'Yo-insistió- no me llamo Tomas. Me llamo Federico, Federico Rojas Álvarez, y soy poeta y director del departamento de semiótica….' Pero ella le volvió a interrumpir, aludiendo de nuevo a la frase final, al broche glorioso de las palabras pronunciadas en público apenas un rato antes. 'Mi pregunta a usted es la siguiente: el poema sin fin, si no es circular, ¿Qué es?'. –'la respuesta a esa pregunta- acertó él a responder- hay que buscarla, me temo en otra parte…consulte Internet, lea revistas, diviértase, usted no tiene edad de preguntarse a si misma, ni tampoco de preguntarme a mi, este tipo de cuestiones'. Ella azorada abandono el despacho, sin despedirse.

Y él, de pronto se apercibió de toda la farsa escondida bajo su piel. Lloró amargamente unos treinta minutos y al fin escribió el único poema sincero de toda su vida. Se llamaba 'Poema circular'.



(Foto: Luis Echanove)

Silencio

-Eres un cara dura- dijo ella con desgana, casi escupiendo sus palabras. Él no contestó, tampoco su rostro hizo ningún gesto de replica. Solo la miró, con ojos algo bajos, pero todavía penetrantes. Él la siguió observando un buen rato, esperando alguna reacción por su parte. Pero ella también guardaba silencio. Era un silencio vacío. Todos los silencios lo son, por supuesto, pero algunos lo son más que otros. Hay ciertos silencios intensos, incluso dramáticos; a veces resultan patéticos o vergonzantes. Pero el silencio que esta vez mediaba entre ellos no respondía a ninguna de estas características. Era solo silencio sin paliativos. Ella hubiera querido romper ese espacio sin palabras y decir cualquier cosa, pero, algo en su fuero interno la retenía. Al fin y al cabo, era ella quien había lanzado el desafío con sus palabras duras. Le tocaba ahora a él expresar su visión sobre el asunto. En cuanto a él, se sentía también algo incomodo con ese estar callados, pero, de algún modo, temía ahondar en el problema si abría la boca. Así pues, continuaron mirándose, ya sin ninguna jactancia, sin ningún interés incluso, como se miran a los pasajeros de un vagón de metro que pasa. La situación no iba a ninguna parte así, los dos lo sabían. Pero, de algún modo, comenzaban a sentirse cómodos con la quietud sin voces y ese mirarse. Se prolongaba aquel esperar congelado, sin que ninguno de los dos mostrase voluntad de romper el hechizo del mutismo. El tiempo, dicen, no se detiene nunca, aunque todo lo demás permanezca quieto. Salir de ese letargo silencioso era ya difícil, cuando no imposible. Al cabo de los días, comenzaron, simplemente, a olvidar las palabras. Y así siguen, hasta hoy, después de quien sabe cuantos años, mirándose sin mirarse, uno frente al otro, sin cruzar ni una frase.

(Foto: Ignacio Huerga)

Culpable

Se sentía culpable por escribir demasiado rápido en su blog. A veces pulsaba las casillas del teclado como un asesino apretaría el gatillo de su repetidora ante una aglomeración de potenciales víctimas, otras como un pianista virtuoso interpretando a Mozart. La única premisa, a la hora de escribir, era no pensar en lo que hacía, y dejar a sus dedos jugar con las letras trazadas en bajo relieve sobre cada tecla. Lo de menos era el tema, el asunto, el motivo sobre el que escribir. El estilo tampoco importaba tanto. Mientras no dejase de escribir, estaría vivo, vivo y dispuesto a proyectarse al mundo a través de sus mensajes. Y escribió, y escribió, y escribió, escribió hasta agotarse, hasta limar sus uñas con el roce, hasta hacer sangrar sus dedos, hasta causarse codo de tenista y lumbago agudo en la espalda. Comía poco, tal vez unos panchitos o una manzana, y manchaba el teclado con su comida. Bebía poco también, coca cola más que todo. Dormía reclinado a ratos sobre el gran sillón de orejas. Siempre delante de la pantalla, siempre escribiendo, sin detenerse. Porque sabía que, si se detenía, la sensación de culpabilidad por perder su tiempo escribiendo desaparecería, y, sin culpabilidad, tal vez no hay vida.
(Foto: Luis Echanove)

sábado, 11 de diciembre de 2010

Divagaciones insulares

Bienvenido al fin del mundo

Si piensas que nunca has estado en las islas Tokelau, te equivocas. Ahora mismo, mientras lees Chota Chunga, la pantalla de tu ordenador forma parte, al menos metafóricamente, del ámbito político extraterritorial de ese país. Me explico: La página Web de este blog (Juanechanove.tk) está registrada en el dominio de Internet de Tokelau (tk.). Claro está que basar la identidad estatal en algo tan fluido como el plasma de la pantalla de una computadora no deja de ser un poco forzado, pero al menos me da pié para hablar de ese paisillo perdido en medio del Océano Pacífico.

Honestamente, ni siquiera tengo muy claro si Tokelau es un Estado independiente. Lo chocante es que tampoco Naciones Unidas lo sabe. Australia concedió la independencia al atolón hace unos años. Por algún error burocrático, la ONU olvidó retirarlo de la lista oficial de territorios pendientes de descolonización, de modo que, para el resto del mundo (o al menos para el escaso resto del mundo que tiene alguna noción de la existencia de Tokelau), estas pequeñas islas tropicales de escasos mil habitantes siguen bajo control de Camberra.

Pese a su nimio tamaño y dudosa entidad como nación, Tokelau mantiene, orgullosamente, un litigio fronterizo con los Estados Unidos de América. Una insignificante islita del archipiélago, llamada Swains, está legalmente, bajo control norteamericano. Tokelau reclama con tesón Swains, en base a motivaciones geográficas. Las razones históricas que explican el dominio de la Gran Nación América sobre la pequeña isla del Pacífico no dejan de ser pintorescas. Hace más de siglo y medio cierto aventurero yanqui, llamado Jennings, se instaló con un grupo de colegas y algunas chicas en el islote, por entonces deshabitado. Durante siete décadas el grupo de amigotes vivió de por libre en la isla, en régimen de completa independencia respecto al resto del mundo, sin practicar ninguna forma de comercio que no fuera el carnal. Primero Jennings, y después sus descendientes, gobernaban la comunidad como auténticos reyes locales, aunque el régimen político de la isla podría más bien definirse como de Orgía Parlamentaria. Si no fuera porque Jorge Luis Stevenson visitó la isla por aquellos años y dio cuenta de tan inusual situación, probablemente esta curiosa historia jamás habría salido a la luz. Finalmente un capitán de fragata de la marina estadounidense, casualmente de paso por aquellas aguas, decidió convencer al rey Jennings de turno para acatasen la soberanía norteamericana. Hoy por hoy en Swains residen entre 4 y 37 habitantes (las estadísticas locales no es que sean muy precisas, la verdad), todos ellos descendientes de aquellos colonos fundadores (1).

No consta que Estados Unidos haya nunca respondido, ni siquiera por cortesía, a las peticiones del gobierno tokelaueño para que Swains le sea devuelta (2). No me extraña en absoluto esa falta de reacción gringa. Seguro que en departamento de Estado nadie tiene ni idea de la existencia de Tokelau ni de la de Swains, así que seguro que se toman los cables del gobierno de Tokelau a chirigota, atribuyéndoselos a un loco o a un bromista.

En mi opinión, Estados Unidos debería renunciar a su control sobre Swains, aunque tampoco me parece apropiada su entrega a Tokelau. La islilla ya fue independiente en el pasado, ¿porqué no serlo ahora de nuevo? Estad seguros de que, el día que eso ocurra, para leer Chota Chunga deberéis teclear Juanechanove.sw.

(Foto superior: Barco en Dacca (Bangladesh), Juan Echánove. Foto inferior: Vista satelital de Swains)
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(1) No hay aeropuerto en Swains, ni tampoco servicio marítimo regular. Debido al contencioso territorial, es imposible acceder en barco desde Tokelau. Así que la única alternativa factible es pedir a alguien en Samoa que te lleve en lancha. La travesía requiere día y medio de navegación en mar abierto. Estas circunstancias convierten a Swains en el lugar habitado más aislado del planeta (Pitcairn, Kergelen y otras islas remotas sólo conocidas por fanáticos de la geografía del absurdo como yo), cuentan todas ellas con servicios de transporte marítimo regular, aunque infrecuente.

(2) O tokelauense, o tokelauno….no sé. La Real Academia Española todavía no se ha pronunciado sobre cuál debe ser el gentilicio en castellano para designar a los habitantes de Tokelau, ni creo que lo haga nunca.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Memorias de la Intifada (3)

Ramala

Ramala es, seguramente, la ciudad de Cisjordania con menos atractivo. Carece del encanto de Belén y de la personalidad arrolladora de Hebrón, y le falta un zoco como el de Nablus en el que poder perderse. De todos modos, a nosotros nos encantaba vivir en Ramala. No sé muy bien porqué, tal vez por su condición de única localidad de importancia realmente controlada por los palestinos. Aunque “controlada” es quizás un término demasiado rotundo para describir la situación. Cinco o seis tipos de la milicia palestina, cada cual con un uniforme militar diferente, pero con el bigote recortado de idéntica manera, bebían té en el puesto de control a la entrada de la ciudad.

Aunque no transmitían mucha sensación de protección, lo cierto es que cada vez que regresábamos a casa, tras pasar varias horas encerrados en el coche cruzando check points hebreos (es decir, de los de verdad), ver la garita de aquellos guardias palestinos nos producía una reconfortante sensación de tranquilidad. Pero al margen de nuestras percepciones personales, lo cierto es que Ramala estaba siempre expuesta a los ataques. El ejército israelí entraba como Pedro por su casa en el casco urbano cada vez que le daba el apretón de violencia y tenía que asesinar a alguien o tirar unos obuses aquí o allá para quitarse el mal rollo de encima. Cuando eso sucedía, nuestros amigos espías nos avisaban con tiempo, nos llevaban a su apartamento y allí nos emborrachábamos tranquilos hasta que el combate terminase. Cuando la frágil paz urbana no era rota por esa manía israelí de apretar el gatillo o el botón de la bomba, Ramala era ella misma, esto es, un gran mercadillo callejero, un caos encantador de furgonetas, comercios y pasajeros andando por en medio de las calles. En el fondo, era una ciudad profundamente absurda, como no podía ser de otro modo, tratándose de la capital del un país que en realidad no existe.

Cuando no teníamos que viajar de trabajo a visitar clínicas o sistemas de regadío pagados por el contribuyente español y oportunamente destruidos tras su inauguración por el Estado de Israel, pasábamos el día en nuestra acogedora casa-oficina, preparando informes, o acudíamos a visitar a nuestros amigos de las organizaciones palestinas humanitarias con las que trabajábamos.

Casi todos los cafés y restaurantes de estilo europeo, abiertos en los años previos a la Intifada, cuando decenas de cooperantes, periodistas y hasta hombres de negocios extranjeros habitaban en la ciudad, habían cerrado por falta de clientela. Éramos tan pocos los occidentales que vivíamos en Ramala en aquel tiempo que cuando Eva y yo acudíamos al pequeño cine local en versión original, casi siempre estábamos solos en la sala, de modo que podíamos negociar con el camarógrafo la película a proyectar.

Dormir en Ramala, en aquella época, producía sensaciones extrañas. Te acostabas siempre con el rumor de fondo de los tiroteos en las colinas que rodean la ciudad, pero te despertabas con la algarabía del almuecín bramando la llamada a la oración y el jaleo del mercadeo constante.
Si hoy en día José y María tuvieran que repetir el periplo desde Nazaret a Belén, pasarían por Ramala. O más bien, nunca pasarían. Los soldados israelíes de alguno de los innumerables controles a lo largo de la ruta sin duda reventerían a balazos a la Sagrada Familia, sospechando que tal vez la Virgen, en su abultado vientre, ocultaba un paquete bomba.

Memorias de la Intifada (2)

Jerusalén

Nos sirvió la pizza con gesto torcido. Acudíamos con frecuencia al pequeño y acogedor restaurante del barrio cristiano, en la ciudad vieja, así que ya habíamos adquirido cierta confianza con aquella camarera peruana.
-¿Te encuentras bien?-, la pregunté, con tono de cierta preocupación.
-Realmente no…la casa en la que vivimos es muy fría, está vieja, la calefacción no funciona… pero él no quiere que nos mudemos, el quiere que vivamos ahí.
- Si quieres puedo hablar con él, intentar convencerle –dije, asumiendo que ese “él” era su marido o su pareja.
Entonces ella dibujó una sonrisa de oreja a oreja y me replicó:
-¡Ah! Pero entonces…¿tú también puedes hablar con “él”?, mientras señalaba con el dedo índice hacia el cielo.

Jerusalén atrae, como un polo magnético, a toda suerte de iluminados, desesperados, profetas o simples chiflados. La religión, la historia, lo invaden todo en la ciudad, como cubriéndola con una capa pastosa que se adhiere a cada monumento, a cada callejón, a cada rincón de ese laberinto de piedra blanca que es la Ciudad Santa. Jerusalén es, a fin de cuentas, un museo viviente de la historia del monoteísmo. Un museo maravilloso, pero a la vez agotador, o incluso inquietante.

La basílica del Santo Sepulcro es tal vez, el eje crucial del paroxismo religioso de la ciudad. La gestión del edificio se encuentra dividida entre las innumerables corrientes e iglesias cristianas, que se disputan cada milímetro cuadrado del espacio sagrado con un ahínco no muy santificante. No es raro ver a un cura católico increpando a gritos a un monje griego ortodoxo por una silla mal colocada que vulnera mínimamente el “territorio” propio. En el Santo Sepulcro, como en la vida misma, también hay un Tercer Mundo: Los pobres coptos etíopes, que llegaron tarde al reparto, decidieron hace siglos instalarse en el tejado del edificio, y ahí siguen viviendo, en sus ruinosas chozas de paja.

La religión es omnipresente en Jerusalén. Por las callejas de la ciudad antigua tiene lugar un eterno desfile de modas clericales: austeros franciscanos; popes armenios con sus casullas puntiagudas, imitando el Monte Ararat; sacerdotes siríacos con turbantes y capas de intenso color rosa; ayatolas y mulás islámicos, en bata y chancletas y, por supuesto, los despistados ultra ortodoxos judíos, vestidos de negro desde los zapatos al sombrero, que saben caminan sin tropezarse mientras leen obsesivamente a través de sus gruesas gafas de culo de botella pequeños libros religiosos desgastados del constante uso. El festival de atuendos sagrados se adereza con otros muchos personajes, a cual más variopinto: peregrinos católicos filipinos cuya visita a la ciudad en los difíciles años de la segunda Intifada no respondía tanto a un acto de bravura como a la ignorancia absoluta sobre la situación de inseguridad reinante; policías y soldados israelíes, con sus metralletas de escala colosal y el perenne rictus chulesco, acentuado por las gafas de sol de espejo; campesinos palestinos; judías rusas luciendo la versión resumida de una minifalda, beduinos…..

Eva y yo vivíamos en el monte de los Olivos, en una casita alquilada a los luteranos que regentaban el Augusta Victoria, el neogótico cuartel general de la Iglesia Evangélica Alemana en Tierra Santa. Tal y como nuestros amigos no dejaban de repetirnos cuando nos visitaban, desde nuestra pequeña casa se dominaba la mejor vista de la ciudad, merito nada despreciable en una urbe por definición escénica.
Cada noche, antes de dormir, me sumergía en la contemplación, me diluía en la silueta asombrosa de la Ciudad Vieja: la cúpula dorada de la mezquita de la Roca, las impresionantes murallas, los campanarios de las iglesias… y entonces Jerusalén, la ciudad capaz de generar locura, de hacer derramar sangre, de provocar guerras, odios y destrucción, se transformaba de pronto, ante mis ojos, en la quintaesencia de la paz.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Sentir popular

Tengo fiebre; Sufro un trancazo considerable. No doy cuenta de mi estado de salud para justificar el carácter errático del contenido de esta entradilla, no: muy por el contrario, como mi amigo Miguel Murado demostró en su excelente colección de cuentos “EL sueño de la fiebre” (cuya lectura recomiendo febrilmente), el estado letárgico y psicodélico que unas décimas extra de temperatura corporal inducen en el sujeto, es un poderoso aliado para la creatividad libre.

Mis constipados delirios me han hecho darme de cuenta de pronto que, al menos la mitad de todo lo que sé, lo aprendí con nueve o diez años, en cuarto y quinto de EGB. Entonces estudiaba yo en el colegio San Patricio. Mi profesor principal en esos cursos, Don Pedro, no hacía un esfuerzo especial para que memorizásemos retahílas memorísticas. Al contrario, por medio de esquemas, nos ayudaba a entender los contenidos. Sin embargo, por un sortilegio extraño, yo todo lo que leía entonces en los libros de textos lo retenía a la perfección. Fue así como supe que Ur, Uruk, Lagash, Larsa y Eridu fueron las principales Ciudades Estado de los sumerios, que las más notables localidades de la provincia de Albacete son Almansa, Chinchilla y Hellín o que los intestinos se dividen en duodeno, yeyuno, ilion, ciego, colon y recto. La más espectacular de tales enumeraciones, que aún recuerdo, es el listado de los treinta gobernantes de Roma desde los hermanos Graco hasta Diocleciano. No obstante, mi sarta memorística preferida era aquella de los asirios fueron (en este orden) autoritarios, despóticos y crueles.

Mis capacidades para acordarme de todo no se limitaban a lo estrictamente académico. Puedo aun enumerar a los 24 niños de mi clase de entonces, con dos apellidos, salvo en el caso de las niñas, de las cuales solo retengo los nombres de pila (salvedad hecha de Miriam Escudero Vaquero, de la que estuve perdidamente enamorado varios meses).

Concluidos aquellos dos cursos, mi retentiva comenzó a decaer estrepitosamente. No recuerdo haber memorizado nada en el resto de la educación básica o en el bachillerato y, en cuanto a la carrera de Derecho, lo único que aprendí de corrillo, además de algún que otro poema que no formaba parte del currículo educativo, fue una cita del insigne jurista Diez Picazo, a saber: “El requisito de tener forma humana para ser persona, recogido en nuestro Código Civil, permite reputar como no nacido a todo aquel que no mereciere la consideración de persona para el sentir popular”.

Me pregunto dónde ha ido a parar todo ese inmenso caudal de cosas que me siguieron enseñando en los años sucesivos, y que ya he olvidado. Al menos, para mi deleite personal, todavía puedo regodearme interiormente por el hecho de que la retama, la coscoja, el tomillo y el romero son los arbustos propios del clima Mediterráneo.
(Foto: Luis Echánove)