domingo, 29 de septiembre de 2013

Los pepinillos y la crisis

Me di cuenta de que algo marchaba rematadamente mal en España la noche que entré con un amigo en un bar, él pidió un gintonic y el camarero le preguntó con que tónica deseaba bebérselo. Me quedé de piedra… yo no conocía más agua tonificada que la Schweppes… y aunque existieran más… ¿qué narices importaba una u otra?  Cuando yo era jovenzuelo la gente ni siquiera especificaba la ginebra que quería, porque apenas había donde escoger. Con la bonanza de los noventa, más y más marcas comenzaron a llenar las barras de las discotecas y los exhibidores de los supermercados de toda España. Además de un Bacardí, uno podía ya escoger un ron Havana Club o un Pampero…y con el tiempo, hasta un elegante Santa Teresa o el delicioso Flor de Caña. Siempre he sido ronero y, por razones de trabajo, habituado a moverme por los trópicos, así que encontrar en mi ciudad natal los nombres de esos deliciosos alcoholes de tono oscuro y sabor dulce me llenaba de ilusión. Por fin éramos europeos, pensaba yo. Ya podíamos escoger.

Es difícil precisar en qué momento exacto esa exuberante diversificación alcohólica se salió de madre. Un verano, de vacaciones en Madrid, asistí a cierta extraordinaria conversación sobre las propiedades del pepinillo introducido en un gintonic de Bombay. Ya me había acostumbrado, desde hacia un par de años, a que de pronto todo el mundo pareciera saber muchísimo sobre vinos. Pero la multiplicación por la quinta potencia del número de enólogos quedo enseguida ensombrecida por la nueva ola de los expertos catadores de ginebras. 

La repentina expansión de los saberes especializados no se limitaba al mundo de las bebidas espirituosas: también se generalizaron, como por milagro, el número de licenciados en  marcas de ropa, el de especialistas en las cualidades de los diferentes tipos de palos de golf y el de peritos en series televisivas ambientadas en Nueva York.

Yo al principio pensé que todo esto formaba parte de una nueva aurora cultural. Apreciar el sabor del pepino en la ginebra o la comodidad de unos zapatos buenos no eran tal vez sino los primeros brotes de un renacer educativo. La sociedad española, o al menos una parte de ella, pensaba yo, caminaba por la senda gloriosa de la sapiencia.

Apesadumbrado, pronto supe  que los repentinos nuevos conocimientos adquiridos por esa nueva generación de españoles adinerados y glamurosos se limitaban en realidad a ese puñado de modas y frivolidades. La gente ahora viajaba más, pero sabía la misma escasa geografía de siempre. Con o sin pepinillos en la ginebra, a nadie le importaba un pimiento aprender más de filosofía, o leer a los clásicos o entender algo de astro-física.  España era más pija, pero tan inculta como antes.   

Y entonces, llegó la crisis. 

(Foto: Ignacio Huerga)

jueves, 26 de septiembre de 2013

El hotel


Bastaba con añadir música y ya era capaz de trascender la lamentable situación de mi entorno…” Mark Oliver Everett.

Ella acababa de salir de la universidad. No tenía experiencia, pero sí mucha clase, y hablaba bien inglés, así que aquellos dos tipos belgas, los nuevos gestores del lujoso hotel recién privatizado, la contrataron para coordinar al personal local. Eran tiempos de caos. El país colapsaba. No había luz ni calefacción en las casas. La comida escaseaba y las bandas armadas luchaban a tiros por el control de la ciudad. En el hotel, en cambio, no faltaba de nada. Por las noches los periodistas de guerra, los enviados de paz y los espías confraternizaban, bailaban y bebían hasta el amanecer, disfrutando de esa frontera ambigua entre la felicidad del presente y el terror de no saber si morirás por la mañana. Ella vivía intensamente, al filo del fin, agotada del trabajo inabarcable y atrapada en esa trama de viajeros sin hogar y música sin límite. Era feliz.
 
Un día los hombres armados se presentaron en el hotel. Pedían dinero a cambio de protección. Las visitas de aquellos guerrilleros se fueron haciendo cada vez más frecuentes. Al cabo de unas semanas ya se habían instalado en un par de habitaciones. Se paseaban con el lanzagranadas al hombro pasillo arriba y pasillo abajo. A veces, si se emborrachaban, iniciaban rencillas con los huéspedes, y hasta disparaban a las lámparas para divertirse, aunque normalmente ambos mundos – forasteros y milicianos- discurrían de forma paralela, ignorándose. A ella los guerrilleros siempre la respetaban. La trataban con cariño. Ella los temía, pero también los estimaba. Las fiestas no cesaron, y el caviar y la bebida abundaban, como siempre.

El planeta de los hombres armados se siguió expandiendo, cada vez a mayor velocidad. A los tres meses ya ocupaban una planta entera y de ahí fueron penetrando en las siguientes. Ya casi no quedaban habitaciones libres para los periodistas de guerra, los enviados de paz o los espías. Un día los guerreros anunciaron que a partir de entonces ellos se harían cargo de la gestión del hotel. Los dos belgas se esfumaron sin avisar. Ella, desesperada, también huyó. Los pocos huéspedes se quedaron como huérfanos, en manos de esa pandilla de militares desarrapados, pero el hotel nunca cerró.
 
Hoy la ciudad prospera. Los hombres armados murieron. Los turistas afluyen. El hotel todavía existe. Se renovó hace años. Me vi con ella a la entrada. 'Hace veinte años que no cruzo estas puertas', me dijo. Y entonces comenzó a llorar. 'Fui tan feliz… ' me repetía entre sollozos.

(Foto: Ignacio Huerga)

Ovillo

A veces quiero recogerme en un ovillo, esconderme tras una puerta o debajo de la cama y no salir nunca, hasta que me encuentren. Hoy es uno de esos días. He visto el dolor en los ojos de un amigo, y era un dolor lacerante, un dolor que inunda, que te doblega. Era el dolor que produce  la injusticia.  
"Hemos hecho lo que hemos podido", nos decimos. Y es cierto. Pero ahora la barrera del hacer y del no hacer ya se ha franqueado. Ya no hay atajos, estrategias ni esperanzas. Solo queda el campo yermo del dolor, y esa herida abierta que es imposible de cerrar.

(Ilustración: Óleo de Nicolás Roerich)

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Caballos salvajes carbonizados y turberas seculares reducidas a polvo

'Habrá que aguardar a primavera para comprobar si los bulbos del lirio salvaron la vida bajo la tierra incandescente". La frase no es una porción de un dialogo del Bosque Animado ni un pasaje de Los Santos Inocentes. He extraído esta pequeña joya de una crónica informativa de El País digital de hoy sobre un incendio forestal en Galicia. (*)

Harto de leer en la edición electrónica de este y de tantos otros periódicos españoles bodrios escritos al tuntún, sin cuidar ya no el estilo, sino ni tan siquiera a la sintaxis, toparse uno de pronto con una noticia redactada con primor literario produce una alegría indecible.

Silvia Pontevedra, que es como se llama la periodista, hace un guiño a todos los costumbrismos posibles y grana el texto con un alud de sustantivos y adjetivos rurales; pero lo hace bien, con tino, con profundo cariño a la tierra y a la gente. La periodista ha visto el campo quemado y entiende lo que eso significa. Sabe que fuego y monte no son solo palabras, sino sentimientos, sensaciones, imágenes y símbolos de la vida misma, y así nos lo transmite.

La autora juega con metáforas sencillas y brillantes y con frases harmoniosas pero rotundas. 'En lo más fértil, las turberas de tierra vegetal, formadas a lo largo de los siglos, las piernas se hunden hasta la rodilla levantando en el aire una densa polvareda, a veces negra, a veces amarilla' escribe esta osada y estupenda redactora de noticias.

La impresión del texto es, definitivamente, literaria, pero a la vez, realmente periodística: te enteras de lo que ha pasado, y en realidad con mayor exactitud de la habitual en las noticias al uso. Silvia nos cuenta como un concejal de pueblo 'acaricia en cuclillas las hojas verdes y las pequeñas bellotas de un roble diminuto' y como, 'junto a los carballos enanos, en las colmenas comunales (…) zumban todavía las abejas'. Un periodismo que es la vez literatura es posible.

(Foto: Ignacio Huerga)


(*)http://ccaa.elpais.com/ccaa/2013/09/18/galicia/1379531470_401204.html

sábado, 14 de septiembre de 2013

Nada

The development of man's being is meant to follow a track already laid down for him in the makeup of reality. Jacob Needleman.

Hay algunos libros que no sabemos si nos gustan más que inquietarnos, o si nos inquietan más que gustarnos. The Indestructible Question - Essays on Nature, Spirit and Human Paradox, de Jacob Needleman, es uno de ellos. 

No recuerdo bien como lo adquirí. En aquella época yo estaba escribiendo un tratado sobre el origen histórico del monoteísmo y compraba todo lo que encontraba relacionado con el tema, así que no es raro que esa obrita en rústica y de tapas verdes, con su reproducción de un grabado de un sabio sufí en la portada, llamase mi atención. Me gusta pensar que el ensayo de Needleman permaneció atrapado en el anaquel de una oscura librería de segunda mano aguardando a un sujeto como el yo de aquel tiempo. Este tipo de extraños libros, que parecen escritos adrede para ser leídos exactamente en el momento que necesitábamos su lectura, producen la sensación de que fueron ellos los que nos encontraron a nosotros, y no al revés. 

 En cuanto comencé a leerlo comprendí que aquello era distinto a lo que esperaba (si es que acaso esperaba algo...eso tampoco lo recuerdo). Para empezar, no era un libro que pretendiera convencerte de nada. Yo llevaba algunos meses digiriendo sesudos tratados prolijos en detalles pero ágiles en el estilo (es decir, típicamente anglosajones), y ya me estaba hartando de tanta audacia, de tanto guiño al lector, de tanta 'frescura' artificial tan habituales en muchos intelectuales de éxito. El libro de Needleman no jugaba a la falsa modestia. Tampoco predicaba nada. Te hablaba directamente al fondo, sin concesiones, pero sin imponer nada. Era brutal y compasivo a la vez. Su tesis fundamental era simple: en esencia, nada existe. Todo se disuelve poco a poco. Nada perdura. Nada. 

 Hace dos años releí algunos de los párrafos que había subrayado. Para mi sorpresa, esta vez me dejaron indiferente. Aquello era insulso, vacío, como letras sin alma. Me sorprendió que conservara un recuerdo tan positivo de la primera lectura. No quise seguir decepcionandome, así que no volví a abrirlo desde entonces. 

Hoy lo he buscado y rebuscado por la librería, pero no ha a aparecido por ninguna parte. No recuerdo habérselo dejado a nadie. Estaba en una balda alta, así que los niños tampoco han podido cogerlo. He decidido entonces teclear el titulo y el nombre del autor en Google. No ha arrojado ni un solo resultado; también se ha esfumado en el mundo virtual, no ha quedado nada. Nada.
(Foto: Ignacio Huerga)

jueves, 12 de septiembre de 2013

Por la mañana


A veces se despertaba por la mañana con el cuarto ya inundado de luz de sol. Asomado a la ventana miraba el mar, limpio, azul (ese azul del Mediterráneo en septiembre, tan inasible e hipnótico que hiere los ojos). Luego, cuando retiraba la vista, sentía siempre ganas de llorar.

(Foto: Ignacio Huerga)

martes, 10 de septiembre de 2013

Rotulador

Había escogido el cuaderno cuidadosamente, como si optar por el granate de tapas de hule en lugar de por aquel otro de guardas de cartón azul fuera ejercer una influencia positiva en su estilo literario. Otro tanto le pasaba con el objeto para escribir: Nada de boli Bic, eso por descontado. Necesitaba uno marca Pilot azul, o tal vez negro, o mejor ambos, para así decidirse a usar uno u otro en el ultimo momento.

Fue trazar la primera palabra ("Había...") y darse cuenta, al instante, de su tremendo error. El Pilot seleccionado era demasiado fino. En lugar del maravilloso crujido suave de otros modelos, este generaba sobre el papel un chirrido desagradable, como el de la punta de un cuchillo punzando sobre un filete crudo o el de un par de zapatos de goma arrastrados sobre la grava. Pensó por un momento en regresar a la papelería y comprarse otro de su gusto. Pero la idea le resultaba, en cierto modo, mezquina, casi sórdida. Hacerlo supondría reconocerse así mismo poseído por sus manías hasta un limite difícil de tolerar. Se quedo allí, sentado en la terraza del parque, bajo la luz de la lámpara, buscando inspiración.

-"Si pienso"- se dijo - "escribiré racionalmente, y eso es lo único que no quiero hacer. Necesito que las palabras salgan solas de la punta de este odioso rotulador". Con cada letra el gemido sordo de la plumilla vertiendo tinta sobre el papel cuadriculado resultaba más y más insoportable. Se sentía casi culpable por herir a la hoja con ese doloroso desgarro.

Desganado, aparcó el Pilot junto al vaso de Coca-cola, se recostó sobre la mesa del bar y cerró los ojos.

-"Perdona... ¿tienes algo para escribir?"- . Salió de su sopor inmediatamente. La voz que acababa de romper su breve letargo era ahora una sonrisa amable, rodeada de labios gruesos. Un rostro maravilloso. Una chica bonita y alegre. Una minifalda corta. Un cuerpo esbelto.

-"Si, si...¡claro! ¡toma! "- alargó el brazo, sosteniendo el rotulador con la punta de los dedos, en un gesto un poco forzado.

-"Gracias"- respondió ella, sonriendo otra vez. Se dio media vuelta y su cola de caballo ondeó al viento.

Pasaron unos minutos. No muchos. La chica se acercó a su mesa con pasos firmes y rápidos.

-"Toma. Aquí lo tienes de vuelta. Gracias de nuevo", dijo ella ("otra vez esa sonrisa ingenua y maravillosa", pensó él, un poco aturdido). "¿Sabes? -añadió la chica mirando al rotulador de reojo - "me gusta como suena este chisme cuando escribe... ¡es como si las palabras salieran solas!- y se largó.


(Foto: Ignacio Huerga)

Espejo

Estaba allí sin estar. Hay veces que uno se ve a sí mismo como el personaje secundario de una obra de teatro cuyo argumento solo conoce en parte, o como el espectador de una película tridimensional que te permite a ratos relacionarte con lo que pasa y creerte estar metido dentro. Así era como se sentía el ahora, ante ese espejo un poco sucio, en un cuarto de hotel, no importa donde.


(Foto: Obra de Juanma Santomé)

Guerra


La guerra es una puta mierda, es lo mas horrible que existe. No estoy simplemente repitiendo un lugar común, ni haciendo un juicio moral teórico o un ejercicio retórico de pacifismo. Hablo de la guerra porque la conozco bien, con mucho respeto y temor, pero bien, como se conoce a un vecino desagradable o a un compañero de clase cruel en la infancia.

La primera vez fue exactamente hace 20 años...un mes de septiembre, como ahora, cuando puse los pies en una zona de conflicto militar. Después de aquello, de Croacia, vino Bosnia (los francotiradores, los refugiados en Domanovici, los guerrilleros en Medjugorie, el paso de Stolac...) luego, otra vez Croacia. En total, un año entero viendo los efectos de esa puta mierda, hablando con las víctimas, cruzando aldeas de casas en ruinas, compartiendo el dolor de las familias desplazadas... Pocas veces estuve en el frente (las suficientes) y pero miré en las heridas de todas las retaguardias. Luego vinieron los cadáveres carbonizados en Peten, en Guatemala, y también un par de meses en el norte de Afganistán, negociando con los caudillos tribales en lucha con los talibanes. Y vinieron también Ramala y Gaza, durante la segunda Intifada, con los puestos militares, el sonido de las balas y el de los bombardeos aéreos, y los amigos presos, y el dolor, el sufrimiento, y la sangre vertida para nada, la jodida puta mierda.

Si me han regresado estos recuerdos a la cabeza no eso solo porque Siria se desangre o porque se cumpla ese extraño aniversario de la total perdida de mi inocencia, sino porque me estoy leyendo un tebeo sobre la guerra que me mantiene en vilo. El cómic se llama Goradze, ciudad protegida. Lo escribió y dibujó Joe Sacco y narra a pecho descubierto, sin concesiones, los años del horror en la ciudad del mismo nombre, en Bosnia oriental. Sus protagonistas son personas de carne y hueso que cuentan al autor lo que vieron y padecieron durante ese largo y traumático asedio.

Si queréis asomaros a la guerra y sentir el vértigo inmenso del dolor sin causa, id a una tienda de cómics y comprad la novela gráfica de Sacco. Impermeabilizados como estamos todos para apenas sentir algo distante ante las imagines bélicas televisadas, parece mentira que unas viñetas en blanco y negro, un tanto caricaturescas, nos arrojen de bruces al realismo descarnado de tanto sufrimiento inútil como ningún telediario o película pueden ya hacerlo.

La guerra es como un universo paralelo al nuestro, que discurre separado y distante, a años luz de la normalidad cotidiana; o mas bien, es como un planeta de antimateria donde las reglas del juego son exactamente las opuestas a las del mundo cotidiano. La guerra es el sitio donde un hombre puede impunemente degollar a una anciana y arrojarla al río, o donde un tanque puede lanzar un obús y despedazas a un bebé hasta dejar su cuerpo irreconocible. La guerra es muerte, es nulidad, es caos, es alienación, es la existencia dada la vuelta y convertida en nada, en vacío...pero la guerra existe y esta ahí fuera, lejos y cerca a la vez. La guerra esta dentro de nosotros. La guerra somos nosotros. Eso es lo peor de todo.


(Fotos: Ignacio Huerga)