lunes, 28 de marzo de 2011

La concha de la caracola


Todos llevamos nuestro pasado a cuestas. Mi amiga, además de cargar ese fardo, lleva siempre consigo el futuro en la mochila. No solo sabe pues lo que ha sucedido, también lo que ha de venir. Eso, que algunos podría parecerles un don, se transforma a veces para mi amiga en una autentica pesadilla. No es agradable percibir por adelantado las potenciales desgracias que pueden suceder a nuestros amigos y conocidos.

Alguien dirá que, puestos a ser clarividente, porque no jugar al numero ganador de la lotería. Para desgracia de mi amiga, y, en realidad, de todo aquel que en verdad posee el don de ver el futuro, ella no puede predecir su propia vida, ni tampoco decidir cual porción de lo que está por venir puede o no conocer por adelantado. Simplemente, la certeza de un acontecimiento venidero llega a ella. Mi amiga no intenta adivinar el futuro: es el futuro quien se revela a ella súbitamente: a veces sucede en sueños, otras a la luz del día, en ocasiones, a través de 'instrumentos', como ella los llama, tales como las cartas del tarot. Pero, como una vez me explicó, las cartas son simples medios: las cartas no revelan el futuro por sí mismas, solo canalizan el mensaje.

Comprendo que lo que acabo de describir pueda despertar el escepticismo de muchos. La 'futurología' es un campo abonado para la superchería. Pero sucede que, pura y simplemente, tuve la oportunidad de comprobar por mi mismo de forma irrefutable, en los lejanos años que mi amiga y yo trabajábamos juntos, que su capacidad para ver aquello por venir era tan cierta como el hecho mismo de que ahora estoy escribiendo esta entrada en mi blog.

Las visiones de mi amiga salvaron vidas en Centroamérica. También me revelaron acontecimientos personales que el tiempo confirmó en todos sus detalles. No se trataba de vagas referencias, sino de datos extremadamente concretos, a veces de sucesos maravillosos, otras de momentos dolorosos. Aunque estoy abierto a todo aquello que no conocemos y que la ciencia aun no puede revelarnos, soy en general bastante escéptico ante la posibilidad de la profecía, esto es, de que alguien sea capaz de saber aquello que esta por ocurrir.

Admitir esta posibilidad implica, de algún modo, renunciar al libre albedrío, a la idea de que todos y cada uno labramos nuestro propio futuro y somos dueños de él. Aceptar que alguien pueda conocer el futuro supone reconocer que la vida se guía por un determinismo fuera de nuestro control. Si el futuro ya está escrito, entonces la libertad individual es simple espejismo, ya que vivir no consiste sino en actuar conforme a un libreto que alguien escribió para nosotros. La posibilidad puede resultar aterradora. O tal vez liberadora, todo depende del ángulo con que se mire el asunto.

A pesar de mi absoluta incapacidad para admitir, racionalmente, que alguien sepa por adelantado lo que va a suceder, el hecho es que pede comprobar, en numerosísimas ocasiones, que amiga gozaba de esa extraordinaria facultad. He renunciado pues a buscar una lógica al asunto.

Tal vez el tiempo no sea lineal. Tal vez, como en una concha de caracola, pasado, presente y futuro forman espirales circulares y algunas personas, como mi amiga, son capaces de desenredar esa madeja.

Mi amiga camina por la vida con esa concha de caracola a sus espaldas. Es una carga enormemente pesada, y a veces dolorosa para ella. Pero una carga que, a aquellos que gozamos del honor de ser sus amigos, nos ayuda a vivir nuestra vida con la certeza de que a fin de cuentas, el secreto no se esconde ni detrás ni delante de nosotros, sino en el presente.

(Foto: Luis Echanove)

sábado, 26 de marzo de 2011

Guerra justa

Parece una contradicción en terminos: una guerra, por definición, consiste en una explosión más o menos organizada (o desorganizada) de violencia, y la violencia siempre produce destrucción. La destrucción es, a fin de cuentas, la injusticia suprema. Todas las guerras son odiosas y producen dolor. Entonces, ¿cabe de verdad hablar de guerras justas, de argumentos éticos para justificar la participación en un conflicto armado? Yo pienso que sí.

Las reglas que rigen el odioso juego de la violencia son en realidad siempre las mismas, ya hablemos de una pelea de barrio o de la Segunda Guerra Mundial. Nada justifica agredir a otros, pero, una vez la agresión se ha producido, proteger a las víctimas de la agresión, si estas son incapaces de hacerlo por sí mismas, no es sólo que esté justificado, sino que constituye un imperativo de la ética más elemental. Si un grupo de tipos patean en el suelo a una anciana, nuestro deber moral es acudir en su defensa (nosotros mismos, si podemos hacerlo, o avisando a la policía para que ésta con sus medios ponga fin a la agresión). El principio de legitima defensa es, sencillamente, una consecuencia natural de la reverencia a la vida y del amor a la justicia.

Por supuesto, es esencial que los medios para derrotar al agresor y evitar que siga agrediendo sean proporcionales. Hacer la guerra al Eje fue justo. Si para ganar en el conflicto los aliados hubieran decidido gasear a los nazis en campos de concentración, como éstos hicieron con ocho millones de seres humanos, entonces su acción habría resultado desproporcionada, injusta y brutal. Hiroshima y Nagasiki fueron actos perversos en una guerra de finalidad justa. Aquellas bombas nunca debieron haber sido arrojadas. No obstante, el hecho esencial de que combatir contra el atroz y salvaje Imperio japonés era justo, permanece inalterado, pese a la barbarie de las bombas atómicas.

Bombardear las defensas antiaéreas y los tanques de Gadafi para que este lunático, corrupto y sádico, deje de imponer su ego enfermo sobre su pueblo es justo. Las ultimas estimaciones hablan de ocho mil muertos masacrados en la represión de su régimen contra en pueblo, desde el inicio de la revuelta. Si los aviones aliados no hubieran intervenido, frenando el avance de las ordas de mercenarios pro-Gadafi, Bengasi se hubiera tarnsformado en otra Sbreniza, en otro Sarajevo.
Ser pacifista es estar siempre del lado de los inocentes, de las victimas. Aveces, desgracidamente, para protegerlas, no hay otro remedio que reprimir activamente al agresor.
(Foto:Berlin. Luis Echanove)

martes, 15 de marzo de 2011

El sur

Regresamos a la India al verano siguiente. En realidad no habíamos dejado el país atrás cuando nos fuimos: recuerdo el año que medió entre los dos viajes como una permanente conversación rememorando las aventuras allí vividas y un ansia incontrolable por regresar.

Durante tres meses recorrimos el maravilloso sur de ese mundo paralelo al nuestro que es la India. Desde Bombay, nuestro punto de partida, partimos hacia Diu, una diminuta islita frente a las costas de Gujarat. Impregnado aún de melancolía portuguesa, aquel perdido rincón del viejo imperio lusitano nos hechizó con sus tabernas olvidadas y casonas desconchadas. Siguiendo ese impulso incontrolable de perdernos lo más posible, cruzando las paremeras inacabables de Kutch, casi hasta la frontera con Pakistán. La memoria es caprichosa, y ha decido que conserve a buen recaudo la imagen espectral de los nómadas con sus trajes de colores y sus inmensos rebaños de ovejas y camellos salpicando el horizonte entre las brumas.

Volvimos a Bombay, a recoger a nuestros amigos, y desde allí descendimos a Tirupati, el santuario de los hombres de cabeza afeitada. De ahí en adelante los recuerdos se entremezclan en un estrépito de aseos públicos en estaciones de ferrocarril y museos deteriorados: una diarrea salvaje me mantuvo noqueado varios días. Finalmente recuperé fuerzas en Mahalabipuran, un lugar del que, más que imágenes, retengo el sonido de los martillos de los artesanos modelando la piedra caliza hasta dar forma a diosas de caderas serpenteantes. Las inmensas playas de Kobalan y de Goa dieron un paréntesis a nuestro baño sofocante en el mar del caos. Kochin me subyugó con sus danzas, sus rastros de arquitectura colonial holandesa y las curiosas trazas de su antiguo pasado judío.

Pasamos integro nuestro último mes en Igatpuri, una pequeña ciudad de Maharastra. Luis, un extraordinario jesuita español con décadas a sus espaldas en la India, nos dio cobijo y nos abrió los ojos a la vida cotidiana del país. Con el visitábamos aldeas, almorzamos con los campesinos, sufrimos un aparatoso accidente de jeep y conocimos a Silananda, el cura catalán convertido en santón hindú que se paseaba en pelotas por su templo/iglesia.

Diez días de meditación budista vipassana fueron el ultimo regalo que la India nos ofreció. Diez días sin hablar, diez días comiendo poco, diez días de muchas horas sin movernos en absoluto. Diez días que valen una vida entera.

lunes, 14 de marzo de 2011

Verano del noventa y uno

Quien lo ha sentido no lo olvida nunca: el azote repentino de calor húmedo al bajarse del avión, el olor omnipresente de especias y sudores, la inmensa riada humana arremolinada en la salida del aeropuerto. La India te besa, te abraza y te acapara desde el primer momento. Después, la carrera en taxi durante la noche, cruzando el mar de peatones y bicicletas de Delhi, en busca de un alojamiento barato. Y, al fin, el recorrido a tientas por los pasillos, saltando sobre los cuerpos dormidos del personal del hotel, hasta dar con la habitación. Era el verano de 1991; yo acababa de cumplir veintidos años y comenzábamos la mayor aventura de nuestras vidas.

Delhi nos fascinaba y nos aturdía a partes iguales. Tras visitar Agra, cruzamos Rajastán en vagones de segunda. Nos intoxicamos en Puskar y al fin pusimos freno a nuestra desbocada carrera a través de ese magma de rostros, olores y sensaciones en la plácida Udaipur. Durante varios días ocupamos las mañanas en mirar absortos el palacio levantado sobre el lago y, al atardecer, recorríamos las callejuelas de la ciudad vieja, perdíendonos adrede por los puestos de los hojalateros y los vendedores de coronas de flores frescas.

Ascendimos al castillo de Jaipur a lomos de elefante. Cruzamos el desierto de Thar en tren, en jeep, en camello y, al fin en Jaisalmer, la ciudad mágica de adobe y turbantes rojos, comprendimos que este era ya un viaje sin regreso.

Pasamos varias horas caminando con nuestros pies descalzos en el templo de las ratas sagradas de Jodpur. Exploramos en canoa las selvas del Terai, en pos de los rinocerontes de Chitiwan. Recuerdo bien las tardes de lluvia y risas sin motivo bebiendo té negro en los pequeños bares para mochileros de Katmandu, con Bod Dylan sonando siempre de fondo. Dormíamos en pensiones con colchones duros y en trenes de largo recorrido. Bebíamos lashi sin cesar y aveces nos premiábamos con cenas pantagruélicas en decadentes palacios de rajás convertidos en hoteles presuntuosos. En Benarés, la muerte vestida de azafrán recorrió con nosotros los caminos que conducen al sagrado Ganges. Calcuta, al fin, nos reveló el secreto de la miseria extrema. En el templo de Kali la Negra, la sangre de los gallos degollados nos salpicó en el rostro. Vida y muerte, muerte y vida, el ciclo inacabable de la India.

Al fin el Himalaya nos dio el reposo de quien camina sin buscar. En Manali y en el valle de Kulu los frondosos bosques de pinos y los valles de verde intenso nos devolvieron esa serenidad que sólo la naturaleza es capaz de imponer. Luego viajamos a Ladak, el último reducto tibetano, el misterioso techo de la India, donde el mundo pareciera haber comenzado y no acabar nunca. Una mañana, sentados sobre el suelo de tablas crujientes de uno de sus monasterios, observando los mil y un budas de bronce gastado y las decoraciones geométricas de los frescos, fui feliz unos instantes. Feliz sin razón, feliz tal vez porque la luz de una pequeña ventana iluminaba el color pardo de la madera vieja y los tonos granates de los muros.

Eramos peregrinos sin destino fijo. Nuestro único propósito era ser nosotros mismos. Tal vez, durante aquel viaje, lo conseguimos.

Un momento por encima de lo cierto


La tormenta de primavera me aplasta con sus sombras de luz y de belleza. Un susurro lejano golpea al viento. El mar se sacude la muerte en la distancia.

(Foto: Ignacio Huerga)

sábado, 12 de marzo de 2011

In vino veritas

El tipo apareció de repente con tres botellas bajo el brazo. Nos explicó que la variedad utilizada para hacer ese vino se llamaba “sin nombre”, y sólo crecía en una particular colina, de hectárea y media, a espaldas del pueblo. Algunas veces habían intentado sembrar las cepas en otros parajes de la comarca, pero la uva no brotaba o, si lo hacía, maduraba mal. La producción anual de aquel vino tal exclusivo se reducía a unas pocas miles de botellas al año. Casi todas las compraba el presidente, para agasajar a mandatarios extranjeros de visita en el país. Algunas volaban cada año a Londres, para saciar el ansia coleccionista de un millonario aficionado a las rarezas enológicas. Nos negamos inicialmente a admitir las botellas. Aquello costaba una barbaridad, y el campesino que nos las estaba ofreciendo no parecía precisamente vivir en el lujo. Insistió e insistió, y pronto nos dimos cuenta de que si seguíamos rechazándolas incurriríamos en una descortesía inaceptable.

De vuelta a la casa de huéspedes, tras un penoso camino por los magníficos valles de Lejmuni, indagué en internet sobre la uva misteriosa y su preciado vino. Encontré algunas referencias que, aunque escasas, confirmaban las palabras del generoso viticultor.

Una semana después organizamos una cena en casa, con el propósito de compartir nuestro tesoro embotellado con algunos amigos.

Resultó ser un vino horrible, pero, ¿acaso importaba?


(Foto: Juan Echánove)

Detrás de las montañas

El helicóptero militar aterrizó en un desolado altozano rodeado de cárcavas. Al otro lado de las montañas comenzaba Chechenia. Los soldados cargaron sus macutos, los sacos de patatas y las cajas de comida hidrofilizada hasta el pequeño puesto de vigilancia fronteriza. De allí partía una senda pequeña, al borde mismo del precipicio. Caminamos por ella, y a la vuelta de un recodo, súbitamente, el perfil del pueblo fantasma de piedra se alzó ante nosotros.

Las torres de pizarra de Mutso brotaban de la montaña como termiteros gigantes. Camufladas en el mismo color pardo del resto del paisaje, parecían llevar allí alzadas toda la eternidad, como si, en lugar de construcciones humanas, fueran en verdad formas caprichosas de la naturaleza. Miramos hacia Mutso largo rato, en silencio, con la sensación de estar observando un paisaje imaginario.

El viejo helicóptero soviético apareció de pronto sobre el valle, volando casi al ras de los árboles desnudos del invierno. Subimos de nuevo y tras cruzar varias sierras nevadas, tomamos tierra en Chatili, la histórica capital de Jevsureti, en un decrépito helipuerto junto al antiguo cementerio de tumbas paganas. Deambulamos luego por el laberinto de callejas pequeñas, casas a varios niveles y torres con puertas minúsculas. Andando por Chatili, yo me sentía dentro de un organismo vivo, como devorado por un gigante de intestinos de piedra. Nadie caminaba por las calles salvo nosotros.

Al fin regresamos, y tras una nueva parada, esta vez en una base militar sin nombre, para celebrar el consabido banquete ritual con nuestros huéspedes de las fuerzas de frontera (vino, mucho vino, y también vodka), volamos de vuelta a Tiflis. Yo miraba absorto por el ojo de buey del helicóptero las soberbias cúspides blancas del Cáucaso.

Llegué a Tiflis sin respuestas, pero también sin preguntas. Lo más real es, a fin de cuentas, lo más imaginario.
(Fotos: Juan Echánove)

viernes, 4 de marzo de 2011

La tarea de transcurrir

'(…) porque ahora es tan sólo transcurrir mi gran tarea'

(Vicente Gallego).

Conocí a Vicente Gallego de manera un tanto casual. Digo que le conocí, y enseguida caigo en la cuenta de que con ello puedo conducir a equívocos. La verdad es que no le he visto en mi vida, y tampoco nunca he intercambiado ni media frase con él. Pero no obstante, pienso que a este tipo le conozco, tal vez no mucho, pero sí más que a algunas personas a las que veo frecuentemente o con las que hablo de manera habitual.

Mi primer encuentro con Vicente Gallego fue a través de una antología de poetas españoles contemporáneos. Los versos afilados, sencillos e inmensamente emotivos de este extraordinario poeta valenciano provocaron en my un impacto inmediato.

Incapaz de hacerme, desde esta distancia caucasiana, con alguna de sus poemarios publicados, eché el anzuelo a Internet para rescatar de allí algunos otros de sus versos. Lo que leí me dejo perplejo. Es un poeta rotundo, de verso transparente, sin preciosismos, directo. Sus temas, son cotidianos, humanos, inmensamente humanos. No los fuerza, sencillamente brotan solos, con vida propia, de los poemas. En la poesía de Gallego la palabra es solo el vestido que contiene a las emociones. Estas bullen libremente, saltan con vida propia desde las letras directamente hasta lo más hondo del lector.

Como un buen amigo me recordaba hace poco, en la literatura, la obra se entiende y se explica por si misma. A la hora de gozar de una buena novela o de una poesía excelsa, poco aporta que el autor sea un sujeto estupendo o un bellaco ruin. De hecho, esta obsesión actual de enfocar la atención a los autores, inmiscuyéndose en las entrañas de los cotilleos mas baladíes sobre sus vidas, me tirria un poco.

Pese a tan rotunda declaración de intenciones, humano soy, y cometí el pecadillo de indagar un poco en Internet sobre el individuo detrás de los versos, sobre el Vicente Gallego de carne y hueso. De nuevo, me quedé pasmado. Este hombre no pretende imponer doctrinas, no atiende los cócteles ni entra al trapo al juego de la fama (y eso que lleva un buen puñado de premios a sus espaldas). Tampoco ejerce de poeta maldito y distante. Simplemente no va de nada en absoluto. Lleva una vida sencilla, propia en realidad del paragidma del poeta puro, sumido en lo esencial, en lo cotidiano. Ha trabajado, entre otras cosas, como podador de pinos, bailarín de discoteca y pesador de residuos tóxicos peligros. En las escasas entrevistas que de él he encontrado, habla con sagrada soltura de su no existencia. Es pues un tipo sabio, este Vicente Gallego.

Hace poco dio una conferencia sobre el silencio.

Me dices que es absurdo el universo, que la vida carece de sentido. Pero no es un sentido lo que busco, cualquier explicación o una promesa, sino el estar aquí y a la deriva: una simple botella que en la playa aguarda la marea…


Foto: Ignacio Huerga

miércoles, 2 de marzo de 2011

Pregunta sin respuesta

Y digo yo: ¿Para qué todo esto?

El silencio de los corderos

El mundo vive expectante de la vorágine revolucionaria árabe, que por un lado nos llena a todos de esperanza en un futuro mas justo y por otro nos sume en la incertidumbre y el temor ante lo nuevo e impredecible. Mientras el gran motor de la Historia se acelera en el Norte de África y Oriente Medio, en algunos rincones del Planeta, lejos de los focos mediáticos, la Historia con mayúsculas se trasforma, en cambio, en historieta tragicómica.

En Nicaragua, mi querida nicaragüita, Daniel Ortega (para algunos críticos, el alter ego tropical de Gadafi, pero sin túnicas de raso fosforescente), decidió hace unas semanas enviar a veinte soldados de reemplazo de maniobras a unas remotas ciénagas próximas la frontera sur del país, cerca de San Juan del Norte, y cuya soberanía se disputan Nicaragua y Costa Rica. El área en litigio, de apenas un kilómetro cuadrado de extensión, consiste en un cenagal si valor alguno. Es una zona tan diminuta y remota que apenas se recoge en la cartografía existente.

Según un extendido y avieso rumor, con tal maniobra provocadora, no buscaba el gobierno Nicaragüense sino apartar la atención de su pueblo de los numerosos problemas económicos, sociales y políticos que atenazan al país. El desafío nicaragüense, no produjo el efecto quizás deseado por Daniel, esto es: propiciar tal vez una pequeña guerrita con los ticos. Costa Rica, que es una nación neutral (política y tal vez incluso metafísicamente) carece de ejército (1). Ponerse beligerante con un país que constitucionalmente ha renunciado a la guerra, es cuanto menos, una decisión kafkiana. La sangre no ha llegado al río (al río San Juan, que es el que conforma la frontera entrambos países), y el 'incidente', como se dice ahora, ha quedado finalmente inscrito en la larguísima lista de pequeñas absurdeces de la micro-geopolítica mundial.

El Cáucaso, la región donde ahora vivo, acaba también de ofrecer otro estupendo ejemplo de estulticia política. Armenia y Azerbaiyán mantuvieron una sangrienta guerra en los años noventa del siglo XX. Aunque las armas por el momento permanecen ahora mudas, ambos gobiernos se detestan mutuamente. Georgia, el tercer país del sur del Cáucaso, ha comenzado a exportar ovejas vivas a los países del golfo pérsico. A los jeques les gusta el sabor natural de los corderos caucasianos, que pacen libremente en los montaraces prados georgianos. La semana pasada un avión de carga registrado en Armenia se disponía a transportar 150 corderillos desde Tiflis a Qatar. El combustible que surte a las aeronaves en el aeropuerto de la capital georgiana procede de Azerbaiyán. La compañía a cargo del suministro se negó a abastecer la nave armenia con crudo azerí, para evitar un conflicto diplomático. Como consecuencia, el avión tuvo que permanecer una noche entera en tierra en el aeródromo, con los motores apagados, a resultas de lo cual todas las desdichadas ovejas perecieron, ateridas de frío y de agobio.

Las únicas victimas mortales de la victoriosísima campana militar de Aznar, en 2002, para 'recuperar' el islote de Perejil, fueron algunas cabras que pastaban en el lugar. Ahora, el reavivado conflicto entre Armenia y Azerbaiyán se acaba de cobrar la vida de estos corderos georgianos. La lista de estupideces de la política internacional sigue y sigue creciendo sin cesar.

Fotos: Superior: Granada (Nicaragua), Luis Echanove. Inferior: Georgia Juan Echanove)
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(1) Fue abolido en 1948 por el presidente Figures, hijo de catalanes. Su sabia decisión permitió al país, a lo largo de las siguientes décadas, evitar los golpes de Estado e invertir en desarrollo económico y social los fondos que, de otro modo, se habrían malgastado en gastos militares.