
Delhi nos fascinaba y nos aturdía a partes iguales. Tras visitar Agra, cruzamos Rajastán en vagones de segunda. Nos intoxicamos en Puskar y al fin pusimos freno a nuestra desbocada carrera a través de ese magma de rostros, olores y sensaciones en la plácida Udaipur. Durante varios días ocupamos las mañanas en mirar absortos el palacio levantado sobre el lago y, al atardecer, recorríamos las callejuelas de la ciudad vieja, perdíendonos adrede por los puestos de los hojalateros y los vendedores de coronas de flores frescas.
Ascendimos al castillo de Jaipur a lomos de elefante. Cruzamos el desierto de Thar en tren, en jeep, en camello y, al fin en Jaisalmer, la ciudad mágica de adobe y turbantes rojos, comprendimos que este era ya un viaje sin regreso.
Pasamos varias horas caminando con nuestros pies descalzos en el templo de las ratas sagradas de Jodpur. Exploramos en canoa las selvas del Terai, en pos de los rinocerontes de Chitiwan. Recuerdo bien las tardes de lluvia y risas sin motivo bebiendo té negro en los pequeños bares para mochileros de Katmandu, con Bod Dylan sonando siempre de fondo. Dormíamos en pensiones con colchones duros y en trenes de largo recorrido. Bebíamos lashi sin cesar y aveces nos premiábamos con cenas pantagruélicas en decadentes palacios de rajás convertidos en hoteles presuntuosos. En Benarés, la muerte vestida de azafrán recorrió con nosotros los caminos que conducen al sagrado Ganges. Calcuta, al fin, nos reveló el secreto de la miseria extrema. En el templo de Kali la Negra, la sangre de los gallos degollados nos salpicó en el rostro. Vida y muerte, muerte y vida, el ciclo inacabable de la India.

Eramos peregrinos sin destino fijo. Nuestro único propósito era ser nosotros mismos. Tal vez, durante aquel viaje, lo conseguimos.
1 comentario:
Como te marco aquel viaje, y como lo disfrutastes, que bien descrito, me gusta mucho.
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