viernes, 27 de febrero de 2009

Un día en Dhaka

Los barcos en realidad no mueren: resucitan. Y lo hacen, como no podía ser de otra forma, a orillas de un río sagrado, el Ganges. Yo he estado en ese limbo náutico donde, tras recorrer los océanos del mundo, carcomidas naves de todas las banderas acuden a la llamada de la salvación. Allí son desmontados, limpiados, ensamblados de nuevo, pulidos y pintados. Curiosamente, ese paraíso de los barcos es un infierno de los hombres: en un mundo sin máquinas como es Bangladesh, absolutamente todo se hace a mano. Hacen falta cien hombres y doscientas manos para, a lo largo de ocho eternas horas, arrastrar un barco por los rieles, amarrado a una maroma de hierro, desde el río hasta el astillero.

Nurislam, un barquero de Dhaka al que conocí de forma totalmente casual, me condujo al dantesco mundo de los barcos olvidados sin que yo se lo pidiera. Decenas de ancianos, niños y jóvenes golpeaban con martillos el casco de los navíos para arrancar las conchas y moluscos adheridos, generando un estruendo monótono y terrible. Era como si un reloj gigante marcase los segundos con un tictac ensordecedor. Contiguo al enorme desguace de los barcos un caótico mercadillo ofrece a quien quiera comprarlos anclas al por mayor, hélices gigantes, motores grasientos, ojos de buey y demás porciones de barco.

Nurislam me acompañó después a la barriada de chabolas donde vive. Recorrimos los hediondos callejones saludando sin cesar a sus primos, tíos y demás familiares. Me invitaban a tomar té en sus casas, me ofrecían arroz con agua y leche, me mostraban sus chamizos mínimos, donde familias de diez personas se hacinaban en un camastro. Yo les mostraba fotos de mis hijos y ellos me decían el nombre de los suyos. La comunicación era completa, aunque no había ninguna lengua común entre nosotros. No pedían nada, no se quejaban de nada, solo me sonreían con esa satisfacción que a todo buen anfitrión le produce ejercer su hospitalidad. Su dignidad me conmovió. No tenían nada y lo daban todo. Al final de la tarde, después de cenar con Nurislam, su mujer y su hija, mi amigo me pidió un favor: quería acompañarme al Sheraton, a mi hotel, entrar unos segundos, verlo. Quería confirmar que existía otro mundo diferente al suyo. Se vistió con su camisa más limpia, y juntos atravesamos la ciudad en tuk-tuk. Cruzamos el umbral del hotel y Nurislam se quedó estático contemplando la lujosa bóveda acristalada del salón de recepción. Al cabo de un rato bajó la mirada del techo, me abrazó entre lágrimas y emocionado me dijo “Thank you Juan, thank you, I asked Alláh for this to happen one day, and it has happened”. Luego se dio la vuelta y se marchó.
(Fotos: Juan Echánove)

Silencio

Vivimos en complejas sociedades, saturados de información que apenas podernos asimilar. Cada vez que abrimos un periódico, leemos una revista, miramos la televisión o navegamos por Internet, cantidades ingentes de cifras, noticias y punto de vista llegan a nosotros. Caminamos sobre una realidad formada (o deformada) de imágenes y palabras que somos incapaces de procesar. Esa multiplicidad, esa atosigante y desbordada riada de objetos visuales, sonidos y letras nos acompaña casi cada segundo, en nuestro andar por las ciudades que habitamos, al conducir, al trabajar...nuestros días consisten en exponernos a sofisticadas proyecciones vertidas a raudales sobre oídos y retinas.

El silencio, en nuestras vidas cotidianas, es un lugar inalcanzable, una meta utópica lejana e inasible. La posibilidad de enfocar la atención de manera limpia a un solo objeto ha desaparecido de nuestro horizonte. No sabemos mirar a través de esta desordenada cortina. Confusos ante el raudal de datos, nuestros ojos han perdido la cualidad de apaciguarse y sumirse en la contemplación de algo en concreto.

Observadores del caos, oidores del ruido. Eso somos, en eso nos hemos convertido.
(Foto: Luis Echánove)

martes, 17 de febrero de 2009

Duele España

Roberto Mangabeira, profesor en Harvard, ministro de asuntos estratégicos de Brasil y probablemente el teórico de la izquierda más lúcido y coherente en el momento presente, escribió antes de ser nombrado responsable de tan extravagante cartera, un articulillo sobre España de impresindible lectura en estos momentos de crisis.

El ensayo se llama "España y su futuro" y en él, el maestro brasileño nos habla, en clave unamuniana (a Mangabeira parece también dolerle España) de ese lamentable proceso sufrido por nuestro país en la ultima década y media que ha conllevado un aumento abismal de la inequidad social. En los ochenta éramos la nación de Europa con una clase media más amplia y menores diferencia sociales entre ricos y pobres. Ahora, tras los años de especulación inmobiliaria, negócietes fáciles en América Latina y consecuente botín bancario, crack del sistema educativo y tropelías del autonomismo caciquil, los ricos son muchísimos más ricos y la clase media vive ahogada entre hipotecas y atenazada por el pánico al paro. Mangabeira no toca todas las (muchas) dimensiones del problema, se centra sobre todo en el desembarco inversor español allende los mares y la catastrófica miopía de las grandes empresas españolas en la aventura transatlántica. No obstante, el artículo acierta proponiendo el tipo de medidas radicales (en el mejor sentido del término) necesarias para profundizar en la democracia.

España es hoy, a mi juicio, un país abúlico, con una clase política (a un lado y a otro de ese bipolarismo decimonónico que aun impera) carente de imaginación, de ideas y capacidad para generar un compromiso colectivo hacia un futuro mejor, donde los valores promovidos desde el Estado no sean los de la rapiña y el hacer el juego a la banca y al gran capital, sino los de la cohesión social.

Así comienza el artículo de Mangabeira…

'España es hoy un país sin un proyecto capaz de aprovechar su potencial. Existe un proyecto dominante en España, articulado por las elites y por los partidos. Pero es un proyecto que no sirve, porque no guarda relación íntima con las características más importantes y fecundas de la sociedad española. España, un país relativamente pequeño, se está convirtiendo, por culpa de la falta de imaginación de los que ocupan el poder, en un pequeño país (…)'.

Si queréis leerlo entero:

(Foto: Luis Echanove)

lunes, 9 de febrero de 2009

Venecia no existe


Hubo un tiempo de mi vida en el que viajaba a Venecia regularmente. Durante cinco años consecutivos me dejé embargar por su belleza imposible. Acudía a mi cita con la ciudad archipiélago de todas las formas posibles…en avión, en coche, en autobús, en tren…nunca en barco, eso es cierto.

Pocas veces me alojaba en hoteles. Me instalaba como okupa provisional en algún vaporetto amarrado en un canal secundario (por alguna razón, nunca echaban la llave) y sesteaba las primeras horas de la noche. Luego, en plena madrugada, me despertaba cuando esa gran tramoya de una opera imposible que conforman la plaza de San Marcos, la Piazzetta, el Molo y la Riva Schiavoni quedaba al fin liberada de los turistas. A esa hora oscura, la catedral, el Campanille y el Palacio Ducal parecen dibujar el perfil de una urbe lunar, evanescente. La Venecia señorial, de noche, no es una ciudad real, sino un escenario espectral donde el tiempo no se corresponde con ninguna era humana. La belleza equilibrada de cada edificio, el juego de simetrías, los tonos azulados de la piedra blanca bañada por la luna…todo ayuda a recrear esa atmósfera, intemporal, efímera y eterna a la vez. Uno se olvida de que está vivo, de que es persona, sujeto andante sobre baldosas centenarias. La irrealidad mórfica lo envuelve todo. Es, en verdad, lo mas parecido a caminar fuera del universo real.

Las horas del día las gastaba siempre deambulando por los sestiere mas periféricos: El Cannaregio, el Castello…o me retiraba a la isla de la Giudecca para contemplar las vistas de la boca del Gran Canal y la iglesia de la Salute. A veces tomaba un barco a Murano y Burano, con parada en la isla cementerio de San Michelle. Eran las horas de la luz, de los juegos de tonalidades y la ropa tendida en las plazuelas.

Me marchaba después de tres o cuatro días, para después regresar siempre, al año siguiente, tal vez queriendo confirmar que aquella ciudad de veras existía.

Traicioné una vez mi cita, y desde entonces, hace ya quince años, no he vuelto a poner el pie en Venecia. Amigos y familiares la han visitado desde entonces, y a veces en televisión hablan de la ciudad de los canales. Pero yo dudo de todos ellos. Venecia no es real. Es solo un sueño.


(Acuarela de Ignacio Huerga)

domingo, 8 de febrero de 2009

Mafia en la Taifa

Según me he enterado por casualidad gracias a un ejemplar caduco de El País que de rebote ha llegado el pobrecillo hasta Manila, resulta que en Madrid comisarios de policía jubilados y guardias civiles retirados se dedicaban a seguir y preparar dosieres del teniente de alcalde y otros cargos variopintos de la administración local y autonómica. En las películas de James Bond, los profesionales de sofisticadas agencias de información de poderosos gobiernos espían a los jefes de Estado y altos cargos de los países enemigos. Pero ya se sabe que en España casi todo lo que sucede a nivel autonómico acaba siempre teniendo un tufillo a película serie B. Cutrería y casposidad son los elementos esenciales del quehacer político regional, no ya solo en Madrid, sino casi en cualquiera de las 17 taifas.

Leo en el mismo periódico, bajo un titular nimio, que excavando debajo del Congreso (tal vez buscando la esencia de la democracia, digo yo... al menos espero que no estuvieran perforando un butrón), unos operarios se han topado con varios huesos humanos. Todavía no los han datado. A lo mejor se trata de la tibia de Sagasta y del peroné de Cánovas del Castillo, colocados a escondidas quien sabe cuando, como exvoto de vudú para echarle mal de ojo a la democracia Española para siempre jamás. Eso explicaría muchas cosas de la política ibérica. Como por ejemplo, lo de la red de espías casposos. Menudo país.

¡Ecos del Desierto ya a la venta en Madrid!

Ecos del Desierto, el libro sobre la historia del origen del monoteísmo que edité en Manila el pasado año, ya está a la venta en Madrid, en exclusiva, en Librería Miana. Corred a buscarlo porque los ejemplares vuelan!

Librería Miana
C/Sirio 38
Madrid (Metro Estrella)

Esta es la sorprendente historia de cómo una divinidad de la tormenta, adorada por los nómadas en un remoto rincón del desierto, terminó convirtiéndose en el Dios universal de las tres grandes religiones monoteístas. Basándose en recientes y asombrosos descubrimientos arqueológicos y utilizando penetrantes argumentos históricos, Echánove nos ofrece una perspectiva totalmente novedosa de esta fabulosa historia.

A través de un apasionante recorrido de siglos, el libro nos narra como Yahvé fue incorporando las características de otros dioses Asimilado primero a Elohim (el dios lunar de los semitas), influido luego por Ormuz (la gran deidad persa), equiparado con el Logos griego e identificado finalmente con el Dios Padre indoeuropeo, Yahvé se transformó en un Dios universal. El concepto cristiano de Dios resume, pues, la historia religiosa de todo el MundoAntiguo. La adoración en la Europa del neolítico de una diosa madre primordial; el mito del Dios Ocioso -tan extendido entre numerosas culturas “primitivas”-; la controvertida figura de Ajenatón -el faraón que adoraba al sol-; los indicios de monoteísmo en Creta y Babilonia; o la sorprende religión del pueblo nabateo -constructor de Petra-, son algunos de los eslabones de esta fascinante trama. El misterioso Deuteroisaías, el pensador judío Filón o el filósofo griego Jenófanes, son algunos de los protagonistas de esta saga milenaria.

Analizar la evolución histórica del monoteísmo desde la Prehistoria hasta el surgimiento del Islam puede, sin duda, ayudarnos a entender mejor las crisis de radicalismo religioso que sacuden al mundo de hoy. El monoteísmo sigue influyendo poderosamente en la sociedad actual y definiendo, en gran medida, nuestra psicología colectiva.

El libro, que fue presentado en mayo del 2008 en el Instituto Cervantes de Manila por la Academia Filipina de la Lengua Española, es fruto de siete años de investigación bibliográfica y de campo (he vivido en Palestina por algún tiempo) y ha recibido una muy buena acogida de público y de crítica.