lunes, 8 de septiembre de 2008

Cerrado por vacaciones

Me voy al Foro hasta inicios de noviembre. No actualizaré mucho el blog durante este tiempo.

Aprovecho para agradeceros a todos el tiempo que habéis perdido leyendo los desvaríos que aquí se publican. Perder el tiempo es, a fín de cuentas, el secreto para poder encontrarlo.
Juan

(Acuarelas de Ignacio Huerga)

sábado, 6 de septiembre de 2008

Para siempre

Permanecí sentado hora y media en el mismo banco. A veces leía un libro de Tagore. Dibujé los dos árboles que tenía delante. Coloqué siete veces la pierna derecha sobe la izquierda y tres veces la izquierda sobre la derecha. Era noviembre, hojas crujientes como cáscaras cubrían todo el suelo. Sentí en el cogote el roce seco de una de ellas. Me llevé la mano al cuello: allí estaba, la hoja se había alojado entre mis hombros. La agarré por un extremo, y quedaron fijadas a mis yemas muescas marrones del tallo roto, pero la hoja seguía en su sitio.

Al rato me levanté. La hoja no se cayó. Subí el camino asfaltado hacia la zona de los columpios. Los niños parecían inquietos. Se acercaba el mediodía. Sentí frío. Quedaban pocas zonas sin penumbra en el parque. Traspasé el gran portón de hierro. Abrí el periódico y leí los editoriales mientras esperaba al autobús. La hoja agradeció la sentada con una suave vibración. Las tres en punto. Abrí de nuevo el diario, ahora al azar. No llegaba el autobús. La hoja seguía cosquilleando, justo en el límite entre el cogote y la espalda. Si movía la cabeza hacia los lados sentía más agudamente su caricia atoñal. Llegó por fin el 52. La máquina que picaba las muescas del abono acompañó su clic con una estentórea vibración. La hoja tembló por un par de segundos al mismo ritmo. Busqué asiento. Poco tráfico. Llegamos pronto al destino.

En cuanto descendí miré hacia el cielo, ahora más despejado. La pobre hoja debió de resentir el movimiento, pero no cayó al suelo. Llamé al telefonillo. Subí a mi casa. Saludé a mis padres. Fregué dos cazuelas y algunos cubiertos y los coloqué con cuidado sobre el secadero. La hoja todavía yacía en mi cuello. Comí deprisa y con apetito. Llené el friegaplatos con la vajilla sucia y la papelera con los huesos de pollo y las mondas de naranja (y también una tapa de natillas; no sé que sucedió con la tarrina). Bebí café, miré la tele. Me encerré en la habitación, escuché música y sesteé, con aquella persistente hoja acompañándome.

Me desperté sobresaltado. Toqué mi cuello. La hoja ya no estaba. Había desaparecido, para siempre. "Para siempre", me dije a mi mismo, repitiendo estas dos palabras sílaba a sílaba: Pa-ra- siem-pre. Sentí un vértigo espantoso.
(Acuarela de Ignacio Huerga)

jueves, 4 de septiembre de 2008

Memorias del olvido (1)

En el refugio

No hay nada tan grato como esa luz de la mañana. La recuerdo con nitidez, salpicada de focos tenues, filtrados por los bajos bancos de nubes sobre el río. En un ir y venir, serpenteando entre alamedas, el agua baila con el cielo una danza de claros y oscuros distantes. Mi imagen de los prados al amanecer es muy borrosa. Retengo los brillos dispersos de forma vaga. Pero los sonidos permanecen inalterados: Un silencio madrugador, tiznado de voces de pájaros, lejanos tractores y aún más distantes coches y camiones circulando por la línea misma del horizonte. Enjambres de hombres diminutos enseguida moteaban en paisaje, con sus movimientos lentos, camino de los pastos o rumbo a los huertos de la rivera. Las luces en las casas se iban apagando a medida que el sol se levantaba. Llegaría el día, y los sonidos limpios del amanecer desaparecerían, a la espera de un nuevo rencuentro, una mañana más.

Asocio las colinas con el tiempo muerto de la noche. Si pienso en el día, en los días, son los ruidos jaleosos quienes vienen a mí…el trajinar de las labores de labranza, el sonido suave del autobús de la escuela, los murmullos durante las interminables comidas de vacaciones…se transforman todos en un atronar constante de resonancias entremezcladas. Distingo enseguida la voz de mi padre, más firme y ruda que las otras, y enseguida aparto de una patada los recuerdos y me sumerjo otra vez más en la espera.

El olor del albergue llena todo ahora. No es desagradable, pero se filtra con malicia por todos los rincones. Algunos, los que vienen de paso, se marchan con parte de ese aroma vago colgado de los petates, pero es tan intenso que ni este tránsito constante de refugiados logrará nunca disolverlo.

Hay árboles en Zagreb. Crecen junto a las calles y dentro de las casas con pequeño jardín. Una vez observé un sauce viejo, buscando en su corteza un trazo que me devolviera mis recuerdos. Era un árbol mudo.

Continuará
(Foto: Luis Echanove)

Que el tiempo no te cambie

Mi hijo Juan colorea el mundo.

Se muerde un poco la lengua, concentra su mirada de casi tres años en la punta roma del lápiz azul, y colorea el mundo. Pinta un calamar alargado ("un poquito feo", según él). Nada parece importarle tanto en la vida como su calamar larguirucho. Lo rellena de naranja. Dibuja luego un barco, tieso como un poste de luz. Después un triángulo con cara de delfín. "Ya he terminado", dice de pronto. "Papá…¿sabes? En las calles de España no hay caracoles", añade muy resuelto.

De fondo suena "Que el tiempo no te cambie", de Tequila, en versión a ritmo lento de Los Secretos.