viernes, 28 de junio de 2013

Agujeros en la red (y 2)

El mapa de los gitanos

Ignorar es la forma más perversa de despreciar.

Si hay un grupo étnico en España con entidad cultural propia realmente oprimido y discriminado socialmente, ese  es el pueblo gitano. En estos treinta y cinco años de vida democrática hemos sido capaces de oficializar el uso del vasco en el último rincón de Navarra, proteger el idioma occitano en el valle de Arán o facilitar el acceso a la enseñanza en bable en la comarca del Bierzo, pero la lengua calé permanece tan defenestrada y olvidada como siempre. Apenas se llevan a cabo acciones positivas de afirmación y defensa de la cultura gitana, que continua marginalizada, cuando no directamente ridiculizada o arrinconada en el tipismo folclórico. Me sorprende, por ejemplo, que no exista un movimiento político gitano, ni una demanda real por la protección jurídica de su entidad cultural.

Con estos pensamientos merodeándome la cabeza, dediqué unas horas hace algunas semanas a intentar obtener información demográfica sobre el pueblo gitano en España. ¿Cuantos son? ¿donde viven?  Dos de mis muchas obsesiones son (como tal vez ya sepan los erráticos visitantes de este blog) la cartografía y la antropología social, así que mi primer objetivo fue intentar localizar en Internet mapas indicando su peso poblacional en las diferentes zonas del país. Pensaba, ingenuamente, que no seria difícil dar este tipo de información. Mi chasco fue enorme. No hay, en toda la inmensidad de la red virtual, ni un solo mapa de España que muestre la presencia territorial del pueblo gitano.

Si quiero obtener cartografía sobre la distribución de las vacas de raza leonesa en las provincias de España puedo encontrarla. También si lo que busco es un mapa sobre los dialectos del catalán en las comarcas de Tarragona o el porcentaje de monedas romanas encontradas en cada comunidad autónoma…pero dar con algo tan básico como un mapa demográfico de los gitanos en España es como preguntar por un plano sobre la presencia de gamusinos en los bosques de marte.

Este alucinante ejemplo de invisibilización habla por sí  mismo de hasta que punto  el pueblo calé, en el atlas mental de los españoles, simplemente no existe.

Decidí, por supuesto, que lo mejor que yo podía hacer al respecto era 'tapar' ese agujero en la red, elaborando yo mismo un mapa. Obtener la información de base no fue nada fácil. He tenido que consultar datos de fuentes muy diversas, a veces basadas en encuestas oficiales  otras, en estudios académicos o incluso en meras estimaciones. Finalmente, he logrado reunir información para todo el territorio nacional, en casi todos los casos a nivel de provincia, aunque en algunos solo en relación a comunidades autónomas en su conjunto. El resultado es el mapa de más abajo (*).

(Foto: Luis Echanove)
 
(*) Obviamente, el mapa confirma lo que intuitivamente ya sabemos: Que el porcentaje de gitanos sobre el total de población es especialmente numeroso en el sur. Las diferencias  entre unas zonas y otras del territorio nacional son realmente acusadas: Uno de cada veinticinco almerienses es gitano. En cambio, solo uno de cada doscientos gallegos lo es. Curiosamente, en gran parte del antiguo reino de Aragón son mas abundantes que en Castilla. En fin, me abstengo de mayores análisis, porque no era ese mi objetivo.

Duermevela

Carmen, has venido otra noche más a lanzarte de bruces a nuestra cama. Tu madre lee a mi lado, y el corto espacio entre los dos lo ocupas ahora tú, recogida en un ovillo, en pijama, durmiendo sin dormir. Hemos llegado tarde. Una cena de trabajo. Y aquí estás tú ahora. Esperando sólo que te llevemos a tu habitación de nuevo.

(Foto: Helen De la Torre)

Rehenes de la risa

Me has hecho tu rehén, Olalla. Ríes sin cesar, quebrada de felicidad, rendida a  mis cosquillas, como un junco bailando al viento. Me has hecho tu rehén, sí. Soy ya víctima eterna de tus ojos alegres, hasta el fin de mis días.

(Foto: Helen De la Torre)

Soldados ingleses

Te veo  jugando, Juan, hijo mío, con tu mirada absorta en como colocar los soldados ingleses que rodean el fuerte. Levantas los ojos, presintiendome allí, bajo el marco de la puerta. Me regalas una sonrisa rápida, y vuelves en menos de medio segundo a enfrascar tu mente en aquella batalla sobre el parquet del cuarto. "Papá" -me dices con esa voz ronca tan enorme para un cuerpo tan menudo, mientras maniobras a las fuerzas invasoras con tus hábiles manos de siete años - "papá, me gusta esta tarde". Y yo quiero responderte, hijo mío, que yo daría mi vida entera por este segundo tuyo.

(Foto: Eva Pastrana)

jueves, 27 de junio de 2013

Empieza el verano


El calor atrae a los recuerdos y los deja, como abandonados, sobre el suelo de baldosas de la terraza. Una rendija del pasado se ha abierto en el cielo de la tarde. Te asomas por esa mirilla y no sabes si lo que por ella intuyes te alegra o te entristece.

Unas voces de niños suenan a lo lejos, y luego el chapuzón en la piscina, y no entiendes si es hoy, o si es ayer...o si este ahora es siempre.

(Foto: Luis Echanove)

Camino de vuelta


No importa cuantas veces recorras el camino de vuelta. Al final, nunca volverás al mismo sitio.

 (Foto: Luis Echanove)

La caracola yace en el mar

Concha (*) murió hace unos meses…pero en realidad, llevaba muriendo hace tiempo. Cuando la vimos por última vez, el año pasado, al menos ya media vida había escapado de ella. Fue un encuentro doloroso aquel. Comimos un menú vegetariano de mediodía en la plaza de la Cebada. Concha nos hablaba y hablaba, mirándonos con unos ojos de niña abandonada que jamás la habíamos conocido antes. A veces lloraba. Los recuerdos lejanos de aquellos años intrépidos, cuando  trabajábamos juntos, casi ni asomaban en la conversación. Concha desgranaba el relato doloroso de una década de sinsabores, desamores y desgarros. Este espacio y este tiempo ya no la pertenecían.

La llevamos a casa en coche, ultimamos frases de consuelo y animo antes de despedirnos. Abrió su portal, alzó la mano para decir adiós y por un segundo nos pareció percibir en su mirada el brillo de siempre. Intuimos entonces que ya nunca volveríamos a verla y una sombra enorme nos dejó tristes y mudos el resto de la tarde.

(Foto: Luis Echanove)
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miércoles, 12 de junio de 2013

No existo

Yo siempre he sabido que no existo. Ya sé que lo que acabo de escribir parece una total estupidez, pero más vale ser sincero y resultar estupido que mentir.

No estoy muy seguro de cuando me ocurrió por vez primera. Desde que tengo recuerdos, muy pequeño, ya era capaz, de cuando en cuando, de alcanzar ese estado de certeza de mi no existencia.

Era algo que yo mismo podía provocar. La técnica no tenía nada de rebuscado, aunque practicarla no era siempre tan sencillo: Cerraba los ojos o miraba fijamente a un punto cualquiera, y repetía mentalmente muchas veces “yo…yo…yo…”. Creo que, inconscientemente, lo hacía al ritmo de mi propia respiración.

No pensaba en nada, no asociaba la palabra a ninguna imagen predeterminada de mí. Simplemente repetía ese sonido. Cada vez que escuchaba la palabra “yo” mentalmente, su significado concreto se diluía un poco más, se hacía más abstracto, más vacío, más ligero, hasta llegar a un punto en el que, súbitamente, dejaba de tener ningún sentido. “Yo” ya no era yo, sino un “YO” que a la vez era yo pero que también era todo lo demás, que me superaba y abrazaba todo lo real. En ese preciso momento comenzaba a sentir oleadas de cosquilleos repentinos, que partían del cogote y se difuminaban en ondas por todo el cuerpo durante unos breves segundos. A la vez sentía una tremenda sensación de bienestar y paz y comprobaba perplejo como todos los problemas cotidianos, las pequeñas incertidumbres del día a día, se habían evaporado.

Enseguida dirigía mi pensamiento a mi madre, y a mi padre, a mis hermanos, a mi abuela y en general al pequeño circulo de personas de referencia en mi vida de niño, y sentía por ellas un enorme cariño…era como si “yo” también significase “ellos”. De manera obvia sentía que participaba en la realidad del todo, y que todo participaba de mí. Por unos segundos carecía de límites.

Ese estado beatifico, desgraciadamente, no duraba mucho. Acababa sin estridencias y, después, en  los minutos siguientes, mi mente se relamía con el recuerdo grato de la maravillosa experiencia. Al poco tiempo aquel sueño en vela quedaba casi olvidado, y solo una cierta frustración de haber perdido esos instantes de gozo perduraba.

Un rescoldo de ese fuego no se apagaba: Me quedaba una fuerte sensación de seguridad interior, un sentido profundo de que dentro de mi había un mar en el que a veces podía sumergirme, nadar y sentir una felicidad absoluta, pero a la vez tranquila. En mayor o en menor grado esa percepción no me ha abandonado nunca y es, pienso, la raíz de mi extraño sentido de autoconfianza.

No sé cuantas veces me ocurrió el fenómeno que acabo de describir: Recuerdo con cierta nitidez solo tres momentos, pero sé que hubo más. Uno, puede que el más antiguo, me ocurrió ya en la cama, antes de dormir, con cinco o seis años. Otra vez, no mucho más tarde, me pasó en el baño, frente al espejo, mientras me secaba tras ducharme. Recuerdo además una tercera ocasión, de veraneo en Almuñecar, ya un poco más mayor, un domingo después de misa en una iglesia calurosa y atestada de gente.

De niño nunca hablaba de eso. La primera vez que mencioné este asunto a alguien fue a primera novia, con dieciséis años. Pensó que estaba chiflado.

Según fue terminando mi infancia, esas experiencias se volvieron cada vez más infrecuentes. Desde entonces, a veces he intentado forzarlas, casi siempre con nulo éxito.  Sólo en algún raro momento he conseguido aproximarme a ello, pero nunca con la intensidad de entonces.

Mucha veces me pregunto como y porqué me sucedió por vez primera, qué me llevó a realizar espontáneamente ese extraño ejercicio de concentración. Creo que todo lo demás que he hecho el resto de mi vida, hasta hoy, no ha sido sino intentar responder a esa pregunta.

(Foto: Luis Echanove)

martes, 11 de junio de 2013

Transductores electroacústicos

Un reputado musicólogo dice haber demostrado que al menos uno de los movimientos más brillantes de la Quinta Sinfonía de Beethoven no es sólo el resultado de la brillantez creativa del compositor alemán, sino que fruto del mero azar. Tras revisar la partitura autógrafa y compararla con la primera edición impresa, el inquisitivo investigador parece haber comprobado que el tipógrafo, mientras copiaba la versión manuscrita, olvidó incluir la barra de repetición del scherzo y el trío del tercer movimiento. Alguien podría pensar que un par de pequeños olvidos no parecen nada grave dentro del conjunto de una sinfonía, pero en realidad, pueden cambiarlo todo. Basta escuchar a un aprendiz de pianista cuando yerra alguna tecla de cualquier canción para entender a lo que me refiero.

El asunto da para todo tipo de disquisiciones y juegos sobre el concepto mismo de la estética y la creatividad. Por ejemplo: ¿Deberían las orquestas a partir de ahora tocar ese movimiento de la Quinta Sinfonía incluyendo la repetición olvidada? Según una cierta concepción del arte, la respuesta debería ser “sí”, ya que hay que preservar siempre la literalidad de la obra tal y como fue concebida por el autor.

Yo en cambio desconfío de esa idea quimérica de la fidelidad total al padre (o madre) del asunto. Llevada hasta sus últimas consecuencias, implicaría que en los conciertos no se deberían utilizar sistemas de reproducción electrónica del sonido (bafles, grabación estereofónica, etc) ya que, por muy perfectos y fiables que resulten, siempre distorsionan en alguna medida, aunque sea infinitesimal, la frecuencia del sonido que brota de los instrumentos musicales. Por la misma razón, sólo podrían utilizarse para tocar melodías del pasado replicas exactas de los instrumentos originales para los que fueron compuestas. Un violín actual, incluso el más artesano, no se fabrica igual  a como se hacía en el siglo XIX, y sus propiedades sonoras varían siempre en algún grado.

Al final siempre es preciso hacer concesiones. Dejar la cosa como está, y olvidarnos de esa olvidada repetición del scherzo y el trío del tercer movimiento de la Quinta Sinfonía tampoco va a hacer a Beethoven retorcerse en espasmos de cólera en su tumba más de lo que ya ha debido de retorcerse desde la invención de los transductores electroacústicos (alias micrófonos).

Llevamos 205 años escuchando la Quinta de Beethoven sin la maldita repetición en el tercer movimiento. Si la costumbre es fuente del derecho, no veo porque no pueda serlo también de la creación musical. Aunque Beethoven originalmente hubiera preferido incluir la barrita de las narices, el asunto es que para el común de los mortales el scherzo y el trío repetitivos sobran; y si Beethoven es Beethoven no es sólo por sí mismo…sino también gracias a los músicos que lo tocan, así como a los críticos musicales que lo juzgan y al publico en general que lo ama. Y para todos ellos, la única Quinta Sinfonía de Beethoven que existe es la de la partitura  impresa, y no la que el maestro alemán escribió. Siempre se ha dicho que al final las grandes obras terminan superando a sus autores y cobrando vida propia al margen de estos.

Cuando el obrero del taller de impresión de la primera partitura olvidó, en un lapsus no intencionado, incluir el símbolo de la repetición dibujado en el manuscrito, estaba con ello, sin saberlo, colaborando en la elaboración de la obra musical, o si se prefiere, perfeccionándola. El carácter aleatorio y no volitivo de su pequeña omisión no quitan ni un ápice de creatividad a tal olvido. También el propio Beethoven, estoy seguro, se dejaría inspirar a veces a partir de  divagaciones irracionales de sus dedos sobre el piano. Un autor no concibe su obra de una sola atacada, sino que ésta va brotando de él por caminos a veces inverosímiles y no intencionados y por tanto poco racionales. El error de impresión fue sin duda irracional… como irracional es de hecho, en enorme medida, toda creación musical.

La Quinta Sinfonía de Beethoven es una de las cumbres de la historia musical de todos los tiempos, gracias entre otras muchas cosas, al olvido de un anónimo tipógrafo de partituras...

pero, ¿fue realmente un olvido?

Yo quisiera pensar que lo hizo a posta.

(Foto: Luis Echanove)

jueves, 6 de junio de 2013

Cartofilia

Dedicado a  mi hermana Almudena, que siempre ha entendido lo que los mapas significaban para mí.

Yo pensaba que mi afición casi compulsiva por mirar mapas en los atlas y también por inventar mis propias cartografías de países de ficción era, en el fondo, un vicio sucio e inconfesable. Poco importaba que mi enciclopédicos conocimientos geográficos (de tanto mirar mapas al final te los acabas aprendiendo) fueran la admiración de amigos y familiares o que esos planos de pueblos inventados que alzaba a mano para matar los ratos muertos fueran objeto de fisgón interés por parte de colegas y curiosos…el caso es que yo no conocía a nadie, a nadie en absoluto, que compartiera conmigo tan disparatados hobbies.

Puede que la capacidad para enumerar los países que recorre en río Zambeze o para identificar una provincia de Bolivia viendo su contorno en un mapa mudo sirvan para participar en concursos en la tele o divertir a la audiencia en una cena, pero eso no te libra de la íntima sensación de ser un 'freak', un colgado, un  maniático. Luego, con el tiempo, descubres que todo el mundo padece sus propias obsesiones y que el amor frenético a la geografía no es, ni mucho menos, la peor de todas. De todos modos, yo seguía en el fondo un poco avergonzado de esa baja pasión mía.

Me terminé acostumbrando a no corregir a la gente cuando cometían algún error sangrante, del tipo ubicar Petilla de Aragón en la provincia de Zaragoza en lugar de en Navarra. Desistí también de recordar a mis interlocutores la capital, siempre en la punta de la lengua, de tal o cual país del África Central. Procuré también evitar que nadie nunca se enterase de que puedo enumerar de memoria afluentes de todos los grandes ríos de España y me cuidé muy mucho que revelar mis capacidades para identificar islas en Oceanía. Quería, a toda costa, pasar desapercibido, no parecer un pedante ni incomodar a los demás haciendo resaltar la inmensidad de su ignorancia geográfica.

Cierto es que sabía de amigos o conocidos que a los que también les gustaba mirar mapas a hurtadillas de vez en cuando. Cuando creía ver en su actitud el espíritu real del amante de la cartografía, comenzaba a compartir con ellos esos esotéricos secretos que un atlas solo revela a los ojos mas avezados. Pero en la mayoría de los casos no me seguían la corriente como yo esperaba. Les gustaban los mapas, sí, pero para verlos superficialmente un rato, no para leerlos de verdad, como si se tratase de un libro.

Sólo una vez o dos en mi vida dí con verdaderos exaltados como yo, pero ni aun ellos llegaban a ese grado superior de chifladura cartográfica consistente en inventarte mapas que parezcan reales. Nunca encontré a nadie tocado por el don divino de saberse la capital, la población y en número de atolones que conforman el archipiélago de Kiribati.

Hace tres meses mi madre me regaló, por consejo de mi hermana Almudena, el libro que por fin me ha ayudado salir del armario geográfico. Se llama “Un mapa en la cabeza” y el autor, Ken Gennings, es un fanático del tema de mi verdadera talla.
 

Casi me dieron ganas de llorar de la emoción (no exagero nada en absoluto) leyendo su relato intimo del momento en que descubrió, siendo niño, que los perfiles de Tanzania y del Estado norteamericano de Wisconsin son prácticamente idénticos. Yo también pasé en mi infancia por esa misma sensación de misticismo geográfico al apercibirme de tan intrigante coincidencia.

Puede que mi pasión sea un poco más estrafalaria que otras, pero, gracias a Gennings y a su estupendo libro, he decidido no abochornarme ya nunca de ella. ¿Porqué no se avergüenzan los obsesivos del futbol, o los amantes de saberse los modelos de coches de todas las marcas? ¿Acaso se esconden en una bodega los expertos en vinos? ¿Se ruborizan los filatélicos o los coleccionistas de discos de vinilo debido a sus respectivas aficiones? No, todos ellos pavonean sin rubor sus pasiones.

Así que voy a dejarlo escrito muy claro aquí: Ver un buen mapa, con el relieve de sus montañas bien sombreado, las áreas urbanas trazadas con esmero, las fronteras dibujadas con precisión y el tono de color para cada uso del suelo elegido adecuadamente, me produce la misma sensación que escuchar a Mozart o mirar al mar:  Me hace feliz.

(Mapas realizado por el autor)

Agujeros en la red (1)

 Yo asgo la sartén por el mango  

Me aturulla la brutal inmensidad de la información reunida en Internet. Por ejemplo, casi siempre que uno se equivoca tecleando alguna palabra en Google, obtiene invariablemente resultados. La red virtual funciona pues como la imaginaria biblioteca del cuento de Borges, esa que contenía todos los libros posibles en cualquier idioma, hasta en las lenguas aún no inventadas. Escribo, por ejemplo, 'anguztia' en lugar de angustia y me aparecen no obstante 5.010 resultados en el buscador, incluyendo varios relativos a un grupo de reguetón puertorriqueño. También  aparecen enlaces a varios blogs cuyos autores han reemplazado todas las letras ces y las eses por zetas. Incluso me topo con una mujer llamada Anguztias Muntalban, residente en Filipinas.

Harto pues de saber que, invariablemente, busque lo que busque en Internet, algo siempre se encuentra, he decidido perder mi tiempo tratando de dar con la excepción que confirme la regla, y hallar alguna palabra, expresión o frase muy sencilla pero nunca empleada en el mundo virtual.

La tarea ha resultado mucho fácil de lo que pensaba: Nadie nunca había escrito en Internet la frase que da titulo a esta entradilla. Lo mas sorprendente del caso es que tampoco nadie nunca ha  colocado en la Web la frases 'yo asgo el manillar', 'yo asgo la palanca', 'yo asgo la barandilla' o 'yo asgo' cualquier otra cosa. Nadie nunca ha asido nada en Internet.

Para delicia de los filósofos y otros amantes del absurdo, he comprobado que, en cambio, Google ofrece varios miles de resultados para 'Yo asgo', así, ha secas. Todos ellos, invariablemente, aparecen en tablas de conjugación del verbo asir. Parece pues muy importante, por alguna razón inescrutable, que los hablantes de español sepan conjugar correctamente un verbo que, no obstante, no utilizan, al menos en él mundo virtual.

Descubrir que hay algo todavía nunca escrito en el universo Internet me genera una enorme tranquilidad interior. Internet no es un Cosmos cerrado, no es un mundo concluido. Aun hay espacios vírgenes por explorar, agujeros por tapar en la Red.

Haber sido el primero en llenar una de esas últimas lagunas me produce, por el contrario, una gran desazón. Me siento como un explorador decimonónico descubriendo una tribu por vez primera y a la vez contagiándoles una forma de constipado para la que los indígenas no estaban inmunizados. Más me hubiera valido no haber escrito nunca ese titulo en el blog  y mantenerme el sueño del universo virtual incluso, en el que nadie ase nunca ningún objeto.

Ojala, pese a esta entradilla, Internet siga ignorando que yo asgo la sartén por el mango. 

(Foto: Luis Echanove)

miércoles, 5 de junio de 2013

Pacífica corrupción


Leo en El País que ciertos documentos recientemente desclasificados de los archivos de oficiales británicos revelan como el Gobierno de su Graciosa Majestad se dedicó a sobornar con sumas de millones de libras a un montón de jerifaltes del franquismo para ganar sus voluntades contra la posibilidad de que España entrase en la segunda guerra mundial del lado del Eje. La lista de los generalotes en nónima del Foreign Office es tan abundante como sorprendente: Varela, Yague, Nicolás Franco (el  hermanísimo del Caudillo) Millán Astray, y hasta Kindelán, al que los archivos ingleses califican como “un chorizo” (o su equivalente en inglés, el artículo no especifica). Digo que la lista es sorprendente porque la percepción general que se suele tener del régimen franquista, y especialmente de los altos mandos militares que hicieron la guerra junto a Franco es que, aunque recalcitrantemente antidemocráticos y golpistas, aquellos señores, al menos, fueron honestos, hombres de palabra, incapaces de manchar su honra por el vil metal. Mas resulta que, de confirmarse estas informaciones (y no hay razón alguna para disputar su veracidad) en realidad se trataba de un atajo de corruptos dispuestos a vender su voluntad y sus ideales por la pasta depositada en un banco suizo.

Nos encontramos frente a una paradoja ética de lo más interesante: Es tal vez posible que el hecho de que España felizmente se librara de los horrores de la Segunda Guerra Mundial se debiera a la condición de corruptos de estos sujetos. Si no se hubieran dejado sobornar por esas enormes sumas de dinero, estos generales no se habrían dedicado a limar los ánimos belicistas de otros miembros del círculo de poder de Franco, y no habrían pues sorteado la casi inevitable alianza de España con la Alemania nazi.

No es este un episodio aislado en la historia política española. La corrupción  forma parte de la genética misma del ejercicio del poder en nuestra nación desde su misma formación. Corruptas hasta la medula fueron las monarquías de Austrias y Borbones, en las cuales los cargos públicos se vendían sin rubor, siendo luego la inversión recuperada por el ejerciente con extorsiones y robos a las arcas publicas. Corrupto fue también el ejercicio del poder durante el franquismo, como nos revela no solo este hecho del soborno inglés a los jerarcas militares sino, sobre todo, el sostenido contubernio durante décadas entre la jerarquía política del Régimen y las élites económicas del país. Claro está que durante la dictadura solo ciertos escándalos (tan notorios que resultaba imposible taparlos) salieron a la luz; pero el día a día del desarrollismo franquista navegaba sobre un mar de prebendas, informaciones privilegiadas, sobornos y negocios inconfesables.
Durante las primeras décadas de la democracia el tipismo de la deshonestidad se mantuvo tan vivo como siempre, gracias a manilargos tan bochornosos pero repetibles como Luis Roldán, el hermano de Guerra o Jesús Gil. Y así, hasta hoy en día, y sin solución de continuidad, la llama refulgente del mamoneo continua iluminando España, con la abrasiva quemazón de siempre.

Bien es cierto que esa tendencia multisecular de los dirigentes de mirar antes por el bolsillo propio que por el bien común  no es exclusiva de nuestro país. Lo que hace al caso español diferente del de otros vecinos europeos es seguramente la naturalidad misma de la corrupción. En España, durante 500 años, el que, teniendo poder no robaba, era tenido por tonto. Lo castizo ha sido siempre pillar y, si se puede, vivir del cuento. La picaresca, que no es sino el ejercicio de la corrupción a la escala de los pobres, ensalza ésta hasta límites casi heroicos.

Pero seamos positivos y optimistas: Hace setenta años la pudrición de la clase política nos libró de una guerra atroz. Así que yo no pierdo la esperanza: es posible que la trama Gurtel, el caso Urdangarin o el de los ERE nos traigan algo bueno. Aunque la verdad, por mucho que lo pienso no se me ocurre el qué.

(Fotos:  Luis Echanove)

Demian


He vuelto a leer Demian, de Hermann Hesse. No había abierto el libro en los últimos 23 años. Escrito está, en la primera página, con un rotulador negro agonizante, bajo mi nombre: “Diciembre 1990”. Andaba yo entonces con veintiún años. Más o menos los mismos que Sinclair, el protagonista de la obra, en los capítulos finales. Por aquella época yo devoraba con avidez la obra del autor alemán: El lobo estepario, el Juego de los Abalorios, Peter Camenzind, el Caminante y, por supuesto, Siddartha. Un extraño vínculo invisible nos unía a mí y a mis amigos más cercanos con Hesse y otros autores de su generación. El Arte de Amar de Fromm o la Filosofía Perenne de Huxley formaban parte también de ese acervo secreto de mágicos libros que iban muñendo nuestra personalidad.

Luego, con el paso de los años, aquellas lecturas febriles fueron quedando olvidadas; aunque, a decir verdad, a veces me asomaba yo a su recuerdo y sentía otra vez una sombra de esa inquietud inefable que me causaron entonces. Pero era una memoria difusa, con el sabor ambiguo de algo que duele recordar porque al hacerlo descubrimos que lo hemos perdido para siempre.

Estas Navidades, sin embargo, un impulso extraño me llevó a sacar Demian de su repisa y colocarlo en mi maleta de viaje. Y ahora, por fin, tras unos meses reposando en la cuarentena de la mesilla de noche, lo he leído otra vez.

Tenía miedo, confieso, a que releerlo me devolviera la imagen de quien fui y ya no soy o que, dicho de otro modo, me demostrase que ya no puedo hoy sentir lo que entonces sentí. Volver a los libros de juventud en la cuerantena, pensaba, me haría irreversiblemente viejo, revelándome el hecho innegable de que ya no soy el tipo que fui entonces, ni que podría entender ya nunca las intuiciones, remotas como el océano del tiempo, que sus páginas me revelaron  una vez.  

He vuelto a leer Damian  de Herman Hesse con la misma inquietud, el mismo miedo, la misma perplejidad…y he redescubierto emocionado que “si el mundo exterior desapareciera, cualquiera de nosotros sería capaz de reconstruirlo”. 

(Foto: Ignacio Huerga)