miércoles, 14 de septiembre de 2011

Tarde de un miércoles

Y Creo que muero si no siento el roce de tu cuerpo junto a mí.
Platero y Tú

He llegado a esa edad desde la cual las cosas se ven con cierta pausa, aunque sin distancia alguna. Es más: contemplo todo más cerca que nunca antes. En los rostros de los amigos encuentro mis propias preocupaciones y alegrías; en las sonrisas y en los juegos de mis hijos miro mi propia infancia, y la infancia de todos. El trabajo también lo observo desde esa pausada cercanía: ya no corro detrás de las novedades, las aventuras o los retos. Más bien los siento caminar ante mis ojos. Pero no los dejo pasar: Hablo con ellos. No los rehúyo, claro que no: Me sigo tirando de bruces encima de todas las causas perdidas, pero ahora no lo hago tanto fruto de un impulso, sino tal vez guiado por un sentimiento.

Hubo un tiempo en que pensaba que la vida era más fuerte que yo mismo, y la perseguía. Nunca pensé que me superase: más bien, me dominaba, como una fuerza natural apresada dentro de mi mismo. Ahora se que la vida corretea a su modo y que, por más que corra tras ella, no siempre se deja atrapar.

Por eso a veces me apeo a un lado de camino. Tal vez me fumo un cigarro, camino por un parque, diluyo los ojos en los rizos de Eva o miro a mis hijos dibujar dragones y princesas. Y, en esos momentos, de pronto la vida se para frente a mí y los relojes dejan de funcionar.

(Foto: Luis Echanove)

lunes, 5 de septiembre de 2011

Monte

La carretera se desliza serenamente através de las dehesas. El bisabuelo va citando los nombres de las fincas donde, antaño, al caer la tarde, reposaban él y su padre tras horas de camino a lomos de caballo, guiando a las ovejas y a las cabras. Ya no hay pueblos, ni personas, solo ciervas y varetones pastando tranquilos entre las encinas.

Llegamos al fin al villorrio. El bisabuelo muestra la fotografía sepia al tabernero, y luego al guía del parque natural. 'Este soy yo', dice, señalando con el dedo a un muchacho sonriente de la imagen. "Soy yo aquí, –añade- hace unos setenta años'.


Ya en la furgoneta, penetramos en el área protegida cruzando un siniestro bosquecillo de alcornoques. El guía nos ofrece sus prismáticos. Juanito y Carmen se afanan en capturar un águila imperial con las lentes. El bisabuelo sonríe placidamente. En la raña ciervos y más ciervos nos miran con sus ojos vacíos. Para decepción de Juanito, el gallipato (ese escurridizo lagarto de piel húmeda que gusta defenderse de sus enemigos clavándoles las costillas) no aparece por parte alguna. El bisabuelo atisba un jabalí entre las jaras.

Termina la visita. Detrás dejamos la pradera enorme de hierba quemada por el sol, las sombras largas de los árboles al final del día y el color rojizo de las lomas en el horizonte. Un silencio enorme lo invade todo. El bisabuelo sigue sonriendo. Su ojillos chisposos delatan que está cautivo en los recuerdos, en esa vida suya de niño pastor en Cabañeros.

Volvemos, ya a oscuras. El camino es largo y la noche tranquila. De pronto, un cervatillo brota en la espesura obligándonos a frenar bruscamente. Seguimos la marcha.

La luz del pueblo grande al fin nos da un respiro. 'ya estamos en nuestro lugar', dice el bisabuelo. Sabe bien que, allí en la espesura, la noche es noche de verdad.

(Foto: Ildefonso Bellón)

viernes, 2 de septiembre de 2011

Andar las calles

Cuando estoy de vacaciones, intento siempre recorrer una tarde las calles del Centro de Madrid, más que todo para verificar que todo sigue en su lugar. También aprovecho para agudizar la oreja y captar en mi recorrido trozos sueltos de conversaciones. Siempre he soñado con un día escribir una novela con esas fracciones caóticas de lo que otros hablaron alguna vez, aunque, como no tomo notas mientras camino, creo que mi sueño jamás se verá cumplido.

Este agosto mi usual recorrido anual me deparó más sorpresas de las que cabria esperar. Comencé frente al Corte Inglés de Princesa. Casi no me crucé con nadie a lo largo de la tórrida calle de Alberto Aguilera. El café Comercial de la glorieta de Bilbao estaba prácticamente vacío. La aventura de verdad comenzó al doblar por la calle Fuencarral: Una anciana recriminaba en alta voz a su sobrina por no querer entrar a compra nada en una sofisticada tienda erótica. “Siempre me traes aquí a comprar cosas, ¿Por qué no entramos hoy?”- decía la señora a las puertas de la tienda picante.

Proseguí a marcha lenta a lo largo de esa calle que, desde hace una década, perdió sus tradicionales comercios de decomisos y se transformó en una especie de Soho versión castiza. Me cruzaba con personajes de todo pelo, pero casi todos caminaban en solitario, y por tanto sin hablar. Ya muy cerca de Gran Vía una joven de belleza frágil tocaba el violín disfrazada de artista de opereta decimonónica. Nadie arrojaba monedas en su caja de cartón. Quedé escuchándola un buen rato, y al cabo de un tiempo comenzó a llorar como una Magdalena, al punto de tener que dejar de su instrumento sobre el suelo y limpiarse las lágrimas con un cleenex. Luego prosiguió con su música como si tal cosa. La misma secuencia se repitió al menos otras tres veces.

Un poco azorado, me retiré despacio y continúe en dirección a la Puerta del Sol. Allí, sentado sobre el poyete de una de las fuentes, reconocí a uno de los co-autores del pequeño libro sobre el movimiento de los Indignados que una hora antes había adquirido en el Corte Inglés. Miré la foto de la solapa con cuidado, para cerciorarme de la coincidencia y, sin dudarlo, decidí tomar un taxi hasta casa, temeroso de seguir coleccionando escenas que restarían credibilidad a ese libro que nunca escribiré.

(Foto: Ildefonso Bellón)

Nuestra casa

La casa es más que todo blanca. Ningún cuadro cuelga en nuestro dormitorio; dormimos rodeados de albos muros, armarios y cajoneras. Ese blanco tórrido protege bien nuestro sueño estival. A veces, si no están los niños, nos levantamos tarde y gastamos el resto de la mañana en ese universo pequeño que es nuestra casa. Desayunamos despacio, ojeamos libros, hablamos tranquilos y, así, la primera parte del día discurre sola, sin altibajos, deslizándose como un barco entrando despacio en su puerto. El mundo lo vemos desde el gran ventanal del salón. Es agradable saber que, entre tanto, el resto de la vida continua allí fuera, a un ritmo diferente al nuestro.

Cuando el calor se relaja y el inquieto mediodía llama a nuestra puerta, entonces despertamos de nuestro letargo plácido y, nos lanzamos a la calle, a vivir todas esas vidas que no son la nuestra pero podrían serlo.

Escribo ahora lejos de ese hogar temporal donde nos escondemos de las inquietudes y nos dejamos llevar por lo que realmente somos (un hombre y una mujer a solas, en una casa tranquila, sin más obligaciones que vivir). Echo de menos en este instante y más que nunca, esa sensación de gozar los momentos sin sobresaltos, acurrucado entre los blancos muros de nuestro escondite. Nuestra morada, ahora vacía, nos espera allí, un verano más, o un verano menos.

(Foto: Ildefonso Bellón)

Tarde de almuerzo en el campo

La tarde se pasea indiferente entorno a la mesa. La comida es lenta. Todo parece azaroso, pero responde a un ritual secreto y cotidiano a la vez. Los niños juegan en el pórtico, extraen agua de la noria rehabilitada, hacen agujeros en el suelo, corretean. Dentro de la casa, los hombres beben despacio, y hablan también despacio, midiendo sus palabras, no por guardarse pensamientos, sino para sólo decir aquello que resulta imprescindible y necesario. Hablan de los vecinos del pueblo, sin crítica alguna, sin dobleces tampoco. Los llaman siempre por sus motes de familia. Intercambian fechas, anécdotas y datos, para así saberse unidos en el conocimiento intimo de quienes comparten el día a día de sus labores y problemas.

El tiempo discurre despacio, acurrucado en la modorra de la tarde veraniega. Los segundos se traban entre los sorbos de vino y las frases cerradas. Pareciera que poco sucede, pero no es así: ocurren cosas, cosas de dimensión tal vez minúscula, pero importantes: un brazo se estira para agarrar los panes; las mujeres trajinan con los platos en el fregadero; un contertulio cierra los ojos levemente, no por cabecear, sino como pensando.

Vuelan por el aire fresco de la sala palabras precisas y antiguas, que a veces no entiendo: palabras como tasajo, o haldeando, o postuero. Todos son presa de un dialogo tranquilo que pareciera escrito antes que ellos. Cada opinión encaja en su sitio. Se habla cuando toca y, cuando no, se guarda silencio, quizás para dar cobijo a las palabras oídas.

Un día, pienso, alguien romperá el sortilegio y soltará de pronto algo intempestivo. Ese día, estoy seguro, el fin del mundo estará mas cerca.

(Foto: Ildefonso Bellón)