lunes, 28 de febrero de 2011

Nombre propio

Hoy paseo flanqueado por los altos árboles que ensombrecen a sus hojas muertas.

Piso el camino viejo. Limpio el polvo de los setos con la mirada y levanto la vista al cielo azul y blanco que me maravilla.

Hoy son un negro trazo cruzando las franjas alternas que formal el camino de la realidad. Soy el alma de los troncos, el espíritu de las ramas que no se mueven. Hoy mis pasos tienen todos nombre propio.
(Foto: Ignacio Huerga)

sábado, 26 de febrero de 2011

El valle encantado

Stalin se escondía detrás de un parapeto de ramas y troncos jóvenes. Un alto cargo del Tiflis había visitado el pequeño valle semanas antes. Era la primera vez en años que alguna autoridad del gobierno central acudía a la comarca de Gudamakari. Los aldeanos, temerosos de que el funcionario ordenase destruir aquella tosca efigie de escayola del dictador, la habían ocultado con follaje. La mujer sonreía satisfecha mientras señalaba a la estatua. “No la vio”- me dijo con orgullo-. Después nos condujo al viejo edificio municipal.

Las escaleras de cemento desgastado parecían ir a desmoronarse en cualquier momento. Nos acomodamos en torno a la estufa del viejo despacho. Ella nos contó que en las dieciocho aldeas de la pequeña región ya apenas vivían unas cien familias. “¿Hay alguna iglesia en la zona?”, pregunté. Sabía que Gudamakari era uno de los últimos reductos del ancestral paganismo caucasiano, pero quería evitar indagar frontalmente sobre las prácticas religiosas del lugar. “No, no hay ninguna iglesia en todo el valle; nunca ha habido. Nosotros no las necesitamos”, dijo, con cierto tono reservado. Sólo después supe que las gentes de Gudamakari, como las de los aún más remotos valles de Jevsureti y Pshavi, adoran a sus atávicos dioses de la montaña y del viento en pequeños templetes de piedra, coronados con una pieza de vidrio. Georgia es un país de paradojas. Fue una de las primeras naciones de la Tierra en adoptar el cristianismo, y, sin embargo, sigue albergando hoy, en sus inaccesibles valles, los últimos reductos de las creencias milenarias perdidas en el resto de Europa desde hace siglos.

Capas de nieve densa y polvosa cubrían las montañas suaves, los prados, y el ramaje de los árboles frutales. Las aguas oscuras del río se precipitaban veloces hacia el Oeste, formando remolinos entre los cantos.

Una tranquilidad misteriosa y primordial lo impregnaba todo. La belleza de Gudamakari no es agreste. Falta aquí la épica de las coronas rocosas de cinco mil metros señoreando el horizonte, como en Svanetia o Kasbegi. Recorrer Gudamakari no produce pues el vértigo de hallarse al borde mismo del fin del mundo. Más bien, el pequeño valle evoca un paraíso tranquilo, perdido en nuestra memoria, cuyo recuerdo brota fresco en Gudamakari, como evocaciones de la infancia más lejana.

Dejamos atrás en el todoterreno aquella comarca de sortilegios. Permanecimos en silencio largo rato. Intuíamos que Gudamakari nos había revelado un secreto: un secreto profundo y que, una vez desvelado, se olvida para siempre.


(Foto: Juan Echánove)

martes, 15 de febrero de 2011

Koam


Lloraste ayer, lloraste
y tus lágrimas brotaron
de mis ojos.

(Foto: Juan Echánove)

viernes, 11 de febrero de 2011

El pueblo en movimiento

El hombre barbudo de cara risueña intentaba ocultar su tristeza mientras hablaba. - Hemos falsificado nuestras actas de defunción- tradujo Irakli. Me quedé perplejo. No comprendía lo que quería decir. El hombre siguió hablando. Irakli siguió traduciendo. Pronto se aclaró la historia: Como el pueblo carecía de maestra, y, debido a su total aislamiento, era imposible enviar a los niños a alguna otra escuela, los padres se habían hecho pasar por muertos para que así sus hijos pudieran ser enrolados en un orfanato y recibir educación.

Tenía frente a mí a un hombre oficialmente muerto, un hombre oficialmente muerto que vivía en una casa efectivamente muerta. Intentaba imaginar como estaban sobreviviendo el invierno, a diez bajo cero, sin cristales en las ventanas. Entré en el chamizo: Todo estaba mugriento. Paredes húmedas y desconchadas. Tres somieres herrumbrosos sin colchón y un armario. Eso era todo.

Una casa muerta sí, una casa a punto de derrumbarse, como todas las del pueblo. Muertas y destruidas, peor habitadas por personas vivas.

En el año y pico que llevo recorriendo Georgia nunca había visto una miseria tan extrema. El pueblo llevaba dos años aislado a causa del corrimiento de tierras. La invisible fuerza telúrica en movimiento no solo había cortado por completo el único camino de acceso, también se había llevado por delante las áreas de cultivo, dejando a la población sin ninguna fuente de ingresos. El desplazamiento geológico todavía continuaba, lento, imperceptible en el día a día, pero constante. Las casas, alzadas a lomo de esa montaña andante, se doblaban y rasgaban como construcciones surrealistas en un cuadro de Dalí. Ni los muertos de verdad reposaban tranquilamente. En el cementerio el movimiento del suelo había desperdigado las viejas tumbas de piedra, descolocándolas o haciéndolas rodar colina abajo.

Recorrimos de nuevo a pie el camino de regreso, con la nieve hasta las rodillas, trepando a casi a gatas por el desfiladero.

De vuelta al coche, miré a mí alrededor las cumbres inmensas del Cáucaso. La nieve brillante a veces adoptada una tonalidad casi azul. Daban ganas de ser un gigante y así poder tocar con los dedos la textura blanca y suave de sierra. Ser un gigante, sí: Ser un gigante y coger aquel pueblo con mis manos, y trasladarlo a otro mundo, un mundo donde los hijos de los vivos no van a los orfelinatos, un mundo donde las camas tienen colchones, la tierra no camina y los muertos descasan en paz.
(Fotos: Juan Echanove)