Jerusalén

-¿Te encuentras bien?-, la pregunté, con tono de cierta preocupación.
-Realmente no…la casa en la que vivimos es muy fría, está vieja, la calefacción no funciona… pero él no quiere que nos mudemos, el quiere que vivamos ahí.
- Si quieres puedo hablar con él, intentar convencerle –dije, asumiendo que ese “él” era su marido o su pareja.
Entonces ella dibujó una sonrisa de oreja a oreja y me replicó:
-¡Ah! Pero entonces…¿tú también puedes hablar con “él”?, mientras señalaba con el dedo índice hacia el cielo.
Jerusalén atrae, como un polo magnético, a toda suerte de iluminados, desesperados, profetas o simples chiflados. La religión, la historia, lo invaden todo en la ciudad, como cubriéndola con una capa pastosa que se adhiere a cada monumento, a cada callejón, a cada rincón de ese laberinto de piedra blanca que es la Ciudad Santa. Jerusalén es, a fin de cuentas, un museo viviente de la historia del monoteísmo. Un museo maravilloso, pero a la vez agotador, o incluso inquietante.

La religión es omnipresente en Jerusalén. Por las callejas de la ciudad antigua tiene lugar un eterno desfile de modas clericales: austeros franciscanos; popes armenios con sus casullas puntiagudas, imitando el Monte Ararat; sacerdotes siríacos con turbantes y capas de intenso color rosa; ayatolas y mulás islámicos, en bata y chancletas y, por supuesto, los despistados ultra ortodoxos judíos, vestidos de negro desde los zapatos al sombrero, que saben caminan sin tropezarse mientras leen obsesivamente a través de sus gruesas gafas de culo de botella pequeños libros religiosos desgastados del constante uso. El festival de atuendos sagrados se adereza con otros muchos personajes, a cual más variopinto: peregrinos católicos filipinos cuya visita a la ciudad en los difíciles años de la segunda Intifada no respondía tanto a un acto de bravura como a la ignorancia absoluta sobre la situación de inseguridad reinante; policías y soldados israelíes, con sus metralletas de escala colosal y el perenne rictus chulesco, acentuado por las gafas de sol de espejo; campesinos palestinos; judías rusas luciendo la versión resumida de una minifalda, beduinos…..

Cada noche, antes de dormir, me sumergía en la contemplación, me diluía en la silueta asombrosa de la Ciudad Vieja: la cúpula dorada de la mezquita de la Roca, las impresionantes murallas, los campanarios de las iglesias… y entonces Jerusalén, la ciudad capaz de generar locura, de hacer derramar sangre, de provocar guerras, odios y destrucción, se transformaba de pronto, ante mis ojos, en la quintaesencia de la paz.
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