Acabábamos de comenzar la primera descarga y yo ya no quería más chispitrén. La enfermera me ofreció un segundo vaso de la inmunda cazalla. Lo rechacé con una sonrisa. Dicen los camagüeyanos que beber chispiterén deja impotentes a los hombres. Ella más bien pensaba lo contrario. Dicen también que todas las enfermeras de la Cuba central tienen algo de putillas. Con sus blanquísimos uniformes y la cofia diminuta, recuerdan a los recortables de infancias anteriores a la mía. Y ahí sí, ahí hay un cierto morbo, ese que llevaba a los niños de antaño a levantar las ropitas de la figurilla de papel.
La enfermera continuó contando cajas de alimentos de donación al pie de la rastra enorme. Un negro tizón, palero y gordísimo, tomaba los bultos de dos en dos. El moreno paraba a cada rato y balbuceaba bromas, resultado del esfuerzo físico y de la sordina común en esta parte del mundo a la hora de arrimar el hombro.
La enfermera continuó contando cajas de alimentos de donación al pie de la rastra enorme. Un negro tizón, palero y gordísimo, tomaba los bultos de dos en dos. El moreno paraba a cada rato y balbuceaba bromas, resultado del esfuerzo físico y de la sordina común en esta parte del mundo a la hora de arrimar el hombro.
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