Fue una mañana poco antes del verano, hace ahora más de treinta años. Cuando se es niño nada hay tan fascinante como los últimos días del colegio. Con siete años (¿o eran ocho?) la excitación previa a las vacaciones es el equivalente a la felicidad. A la llamada de mi padre me desperté. Pasó un rato. Tal vez me vestí, tal vez zanganeaba en la cama. No recuerdo. Tampoco sé lo que me llevó a asomarme a su dormitorio. Allí estaba: mi padre, sentado al borde la cama, con la cara arrugada del dolor, no de un dolor agudo, más bien de un dolor desconcertante, de una molestia súbita y odiosa (esa cara sí no la he olvidado). Me miró de refilón, y entendí algo, algo que no podía expresar con palabras. No sé si desperté a mi madre o si se levantó ella sola. Salí de su habitación. Pasé una eternidad de varios minutos jugando junto al rellano de la puerta de mi cuarto, pendiente de las conversaciones confusas, del sentido de urgencia que de pronto había invadido la casa. Supe enseguida que ya nada sería igual después de aquel amanecer extraño.
Al rato (otra eternidad), y para mi sorpresa, entró la tía Angeli en mi habitación. Me llevó al cole en su coche verde. Estaba muy nerviosa. Pregunté si papá se pondría pronto bueno. Me dijo que sí, pero me habló de una ambulancia. Llegamos al colegio. Hacía rato que la clase había comenzado. Recuerdo bien esa sensación embarazosa de entrar en el aula con mis compañeros ya sentados y la profesora en su bata blanca mirándome sorprendida, agarrando una tiza en la mano. Expliqué que estaban operando a mi padre. Lo dije con el orgullo de niño que lleva una aventura en el bolsillo. Me lo había inventado. Pero era verdad.
Pasaron unas semanas confusas. Las palabras hemiplejia, UVI y trombosis se incorporaron enseguida a mi vocabulario infantil. Yo vivía aquellos días algo asilvestrado, al cuidado difuso de mi hermana Aránzazu, de Esperanza la asistenta, casi siempre junto a mi hermano Luis. Nunca fui al hospital. Apenas veía a mi madre. Llegó julio. Mi abuela nos llevó a Luis y a mí a su apartamento en Almuñecar para alejarnos del torbellino. Fue entonces cuando empecé a dibujar mapas sobre folios usados; los pegaba unos a otros con papel celo, hasta conformar hojas enormes sobre las que trazar calles ficticias por las que mis coches matchbox podrían transitar y playas de arenas blancas en las que desembarcar mis soldaditos de plástico. Había decidido trazar a escala esas batallas de la guerra mundial que mi padre ya no podía contarme. Me escondía en mis mapas.
Terminó el verano. Nos reencontramos con mi padre en El Escorial. Me habían explicado que no podía hablar bien, que había olvidado escribir, que andaba con muleta, que movía mal el brazo. Recuerdo ese momento con perfecta claridad: Mi padre entró por la puerta, venía de un paseo por el jardín de atrás. Yo estaba sentado en el sofá del salón. Nos veíamos por primera vez en dos meses. Nuestras miradas recorrieron el pasillo despacio. El me regaló una sonrisa inmensa, grande como el mar. Yo salí corriendo hacia él y le abracé en silencio, feliz.
Cierro los ojos y siento eso mismo otra vez, una mañana poco antes del verano, hace ahora más de treinta años.
Al rato (otra eternidad), y para mi sorpresa, entró la tía Angeli en mi habitación. Me llevó al cole en su coche verde. Estaba muy nerviosa. Pregunté si papá se pondría pronto bueno. Me dijo que sí, pero me habló de una ambulancia. Llegamos al colegio. Hacía rato que la clase había comenzado. Recuerdo bien esa sensación embarazosa de entrar en el aula con mis compañeros ya sentados y la profesora en su bata blanca mirándome sorprendida, agarrando una tiza en la mano. Expliqué que estaban operando a mi padre. Lo dije con el orgullo de niño que lleva una aventura en el bolsillo. Me lo había inventado. Pero era verdad.
Pasaron unas semanas confusas. Las palabras hemiplejia, UVI y trombosis se incorporaron enseguida a mi vocabulario infantil. Yo vivía aquellos días algo asilvestrado, al cuidado difuso de mi hermana Aránzazu, de Esperanza la asistenta, casi siempre junto a mi hermano Luis. Nunca fui al hospital. Apenas veía a mi madre. Llegó julio. Mi abuela nos llevó a Luis y a mí a su apartamento en Almuñecar para alejarnos del torbellino. Fue entonces cuando empecé a dibujar mapas sobre folios usados; los pegaba unos a otros con papel celo, hasta conformar hojas enormes sobre las que trazar calles ficticias por las que mis coches matchbox podrían transitar y playas de arenas blancas en las que desembarcar mis soldaditos de plástico. Había decidido trazar a escala esas batallas de la guerra mundial que mi padre ya no podía contarme. Me escondía en mis mapas.
Terminó el verano. Nos reencontramos con mi padre en El Escorial. Me habían explicado que no podía hablar bien, que había olvidado escribir, que andaba con muleta, que movía mal el brazo. Recuerdo ese momento con perfecta claridad: Mi padre entró por la puerta, venía de un paseo por el jardín de atrás. Yo estaba sentado en el sofá del salón. Nos veíamos por primera vez en dos meses. Nuestras miradas recorrieron el pasillo despacio. El me regaló una sonrisa inmensa, grande como el mar. Yo salí corriendo hacia él y le abracé en silencio, feliz.
Cierro los ojos y siento eso mismo otra vez, una mañana poco antes del verano, hace ahora más de treinta años.
(Foto: Acuarela de Luis Echánove Mugártegui)
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