Dice un principio de la física cuantica que el hecho mismo de observar algo modifica al objeto observado. Eso es precisamente lo que ha sucedido con este perdido rincón del antiguo imperio portugués. Tan extravagante resultaba en el Lejano Oriente la presencia de esta provinciana y soñolienta ciudad lusitana –con sus soportales, sus azulejos, sus iglesias y esa inevitable melancolía inmemorial - que, una vez reunificada con el resto de China, despertó la curiosidad observadora de miles, de millones, de turistas. Como en la peor pesadilla del peligro amarillo, muchedumbres colosales de chinos invaden ahora las callejuelas del centro urbano. Igual que en la larga Marcha de Mao, ejércitos de visitantes del Gigante Asiático, hacen cola en la terminal del ferry, en los accesos a los museos, en las entradas a las afamadas confiterías locales… Los chinos acuden buscando una especie de Disneylandia mediterránea. Y la ciudad, con tal de sobrevivir, termina adaptándose a ese (mal) gusto.
El sabor deliciosamente decadente del Macao colonial se esta perdiendo a ojos vista. La reciente declaración de su casco histórico como Patrimonio de la Humanidad poco puede hacer para frenar las embestidas del turismo más masivo que quepa imaginar. Aunque, a decir verdad, el fin de ese Macao de novela se inicio probablemente ya en los años finales del dominio portugués. Como una prima pobre de Hong Kong, en lugar de airosos y súper modernos rascacielos de cristal, Macao ofrece al visitante el triste espectáculo de bloques de cemento del peor estilo Orcasitas. El cartón piedra de los casinos compite en mal gusto con la arquitectura pastiche de los modernos edificios de oficinas. La especulación inmobiliaria setentera causó en Macao estragos semejantes a los del Algarbe.
Pero, pese a todos estos peses, Macao es uno de esos lugares de los que uno enseguida se encariña. Es un amor a primera vista, un amor doloroso, desgarrador, como de un fado. Lo mismo que a Goa, lo mismo que a Salvador de Bahía….los mismo que a Lisboa o a Santiago de Compostela…a Macao se la quiere con solemne tristeza.
El sabor deliciosamente decadente del Macao colonial se esta perdiendo a ojos vista. La reciente declaración de su casco histórico como Patrimonio de la Humanidad poco puede hacer para frenar las embestidas del turismo más masivo que quepa imaginar. Aunque, a decir verdad, el fin de ese Macao de novela se inicio probablemente ya en los años finales del dominio portugués. Como una prima pobre de Hong Kong, en lugar de airosos y súper modernos rascacielos de cristal, Macao ofrece al visitante el triste espectáculo de bloques de cemento del peor estilo Orcasitas. El cartón piedra de los casinos compite en mal gusto con la arquitectura pastiche de los modernos edificios de oficinas. La especulación inmobiliaria setentera causó en Macao estragos semejantes a los del Algarbe.
Pero, pese a todos estos peses, Macao es uno de esos lugares de los que uno enseguida se encariña. Es un amor a primera vista, un amor doloroso, desgarrador, como de un fado. Lo mismo que a Goa, lo mismo que a Salvador de Bahía….los mismo que a Lisboa o a Santiago de Compostela…a Macao se la quiere con solemne tristeza.
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