sábado, 19 de septiembre de 2009

La guerra de la morcilla

Caminó en solitario por el jardín un buen rato. Imaginaba que los infrecuentes coches que cruzaban viejas carreteras eran hipopótamos surcando ríos, y que las vacas serranas que pastaban en los prados eran ñus. Se lo contó a los demás y designó a La Casita del Príncipe propiamente dicha como capital de ese micro reino africano de fantasía. La maraña de rocas descomunales de la zona norte del jardín, con sus pequeñas cuevas, era una aldea tribal. Y ellos, él y sus amigos, se habían alzado en armas contra el despótico monarca, y con sus fusiles de balines y sus pistolas de plástico, se agazapaban detrás de los chopos, prestos al combate. ¿Al combate contra quién? Eran demasiado pocos para formase en bandos. Ni modo. Combatirían contra los mayores, contra los padres, que plácidamente tapeaban morcilla escurialense en el bar de la Casita. Avanzaron rápido, en pequeñas carreras, de árbol en árbol, para no ser vistos. A veces se tiraban al suelo, evitando rozar los helechos, y luego se ponían de pie de nuevo y corrían otra vez. Y al fin llegaron hasta la cadena de la entrada. La saltaron con cuidado y cruzaron el arenal a toda prisa e irrumpieron en tropel en la terraza del bar, chasqueando los dientes, para imitar el ruido de sus ametralladoras. Habían ganado la guerra. Pidió permiso a su padre para rebañar el plato de las morcillas. Después le abrazó y regresaron los dos a casa de la mano.

2 comentarios:

luis echánove dijo...

y fue una fría mañana de sábado, como la de hoy

Anónimo dijo...

Si!. Es curioso como de ciertos momentos de la infancia uno se acuerda de todo

Juan