
Me precipité calle arriba, nadando también, pero antes de llegar a la loma, dos manzanas más adelante, donde las aguas dejaban paso al asfalto, escuché voces saliendo de una casa y cambié la dirección de mi nadar. Alguien gritaba “socorro”, o tal vez “auxilio”, o más probablemente ambas cosas. La puerta de la casa estaba abierta. El agua anegaba la planta baja. Yo no hacía pie, así que continué nadando, ya a tientas. La noche estaba cayendo y en aquella casona no había luz alguna. De vez en cuando me chocaba con formas flotantes: libros, lámparas, sillas… Al fondo tenté con las manos un pasamanos y enseguida di con los escalones. Los ascendí deprisa, como saliendo de ese infierno de liquido turbio, camino de algún paraíso. Arriba, una mujer gorda, obesa, inmensa, lloraba en un rincón, hecha un ovillo. “No sé nadar”, balbuceó.
Me la eché a la espalda. Casi nos deslomamos ambos bajando al zaguán por aquellas escaleras. No sé aún como conseguí después cargarla mientras braceaba primero hacia afuera de la casa, luego por la calle, siempre con la fuerte corriente atraviesa, a punto cien veces de empujarme riada abajo sin control. Y al fin, de pronto, alcancé la loma, salí del infierno. Y entonces, cuando ya todo había concluido, cuando ni mi vida ni la suya peligraban, sentí pánico. Un pánico vacío, el pánico a lo que ya ha sucedido, que es el pánico de verdad.
Ocurrió hace casi diez años, en Matagalpa, Nicaragua. Ahora que Manila está anegada en el fango de pronto me asaltó el recuerdo de ese temor frio, metálico, imposible y enorme. No es que mi vida haya estado ahora en riesgo, como sí lo estuvo entonces. No, en absoluto. He vivido estas otras inundaciones desde la comodidad de los barrios que nunca se inundan del todo. Es solo que el terror inmenso, en realidad, nunca se olvida, solo se esconde.
La tormenta tropical Ondoy arrasó Manila hace dos días, dejando el ochenta por cien de la ciudad bajo el agua, provocando decenas de muertos y dejando a cientos de miles de personas sin hogar.
(Foto: Luis Echánove)
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