La montaña norteña, en el lindero entre Matagalpa y Jinotega, aloja en sus valles la memoria de migraciones rotas, de asentamientos decimonónicos no siempre exitosos. Las cumbres resguardan los cafetales en los que laboran los descendientes de aquellos daneses que, según se cuenta, malvivieron por décadas al refugio de los sueños apagados de una prosperidad de espejismo. Otros europeos, aislados en remotas comarcas, desperdigaron su rastro tomando mujeres del lugar. Aquí y allá, en los caseríos de tablones, uno encuentra entre la chavalería muchachos de ojos claros y rostros pálidos enredados en juegos o acopiando leña.
Claro está que algunos alemanes o franceses medraron y casaron con linajudas hijas de la desflorada élite criolla. Para ellos se abrieron en Matagalpa aquellas tienditas de abastos con acopio de bienes ultramarinos que ni en Managua se encontraban en aquellos años. Herederos decadentes de aquellas boutiques de far west, los almacenes comerciales matagalpinos todavía hacen gala de un cierto cosmopolitismo desabrido.
Esa atmósfera de ambiciones varadas baña aun hoy a Matagalpa, meciendo a la pequeña ciudad provincial en el desvencijado lecho de lo que pudo haber sido y no fue.
Claro está que algunos alemanes o franceses medraron y casaron con linajudas hijas de la desflorada élite criolla. Para ellos se abrieron en Matagalpa aquellas tienditas de abastos con acopio de bienes ultramarinos que ni en Managua se encontraban en aquellos años. Herederos decadentes de aquellas boutiques de far west, los almacenes comerciales matagalpinos todavía hacen gala de un cierto cosmopolitismo desabrido.
Esa atmósfera de ambiciones varadas baña aun hoy a Matagalpa, meciendo a la pequeña ciudad provincial en el desvencijado lecho de lo que pudo haber sido y no fue.
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