jueves, 13 de noviembre de 2008

Acracia

Siempre he pensado que la única forma de organización política completamente decente es el anarquismo. El hecho de que no se haya puesto en practica nunca en ningún sitio (salvo en la Patagonia en los años 20 o en el Aragón del 37), mas que probar que no sirve, demuestra simplemente que en las relaciones humanas la decencia brilla por su ausencia.

Claro está que la anarquía arrastra una fama terrible. El diccionario la define como sinónimo de caos. No deja de sorprender que, para tratarse de un modelo aún no puesto casi nunca en práctica, se le cuelguen tan negativos sambenitos. El comunismo produjo a Stalin y el horror del gulag, el nacionalismo es el padre putativo del fascismo. La democracia parlamentaria/capitalista occidental ha difundido prosperidad en casa, pero a costa de generar guerras y pobreza en el resto del planeta. Pese a todo eso, comunistas, nacionalistas o demócratas-capitalistas caminan con la frente alta, orgullosos de sus ideas, por las calles y callejones del mundo. En cambio, los ácratas (que haberlos, haylos) son considerados unos lunáticos que no merecen ningún crédito, y eso, insisto, pese a que pocos males cabe atribuir a su causa política hasta la fecha.

Históricamente, una cierta corriente anarquista (la de Bakunin) derivó en violencias gratuitas, casi nihilistas. Pero el árbol ideológico anarquista es bastante frondoso, y la mayor parte de sus ramas son de un pacifismo que sonrojaría a la ministra Chacón: el colectivismo, el mutualismo, el anarcosindicalismo, el cristianismo anarquista, en anarco-ecologismo...

Cuando Rousseau hablaba de separación de poderes y de los derechos de las personas, muchos en su tiempo lo tomaron por un freaky colgadillo. Algún día, espero que nuestros nietos se sonrían recodando como sus abuelos consideraron a Godwin, a Tolstoi o Peter Lamborn también como unos ingenuos.
(Foto: Luis Echanove)

1 comentario:

Anónimo dijo...

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