Todas las pistas apuntaban en la misma dirección. Un fuego remoto ardía en el horizonte. La columna de humo tupido ascendía oblicua, rumbo a la bahía, como huyendo de las montañas, del ruido, de la ciudad. Bajo el asfalto y el cemento, tal vez discurrían aun los esteros cenagosos de antaño. El paisaje olvidado, enterrado más bien bajo esa alfombra de ciudad resplandeciente, se escapaba por las fisuras del concreto, en forma de tímida mata, de humilde hierba, de árbol romo en un jardín contaminado.
Manila, aquella mañana, quería escaparse, quería no ser ella misma, quería abandonar la apacible tranquilidad del estrés humano y ser de nuevo pantano y canales salobres, abiertos al mar, como venas de un cuerpo oceánico. Manila quería echar a volar sobre el sombrero gris de neblina intoxicante, ascender a los cielos, trepar los volcanes agonizantes de Bataan. Quería transformarse en aldea campesina, en isla desierta, en cumbre de cordillera. Ser ciudad, al cabo de los siglos, es un ejercicio agotador. Verse caminada, generación tras generación, vivir bajo las cosquillas de una miríada de hombres, de mujeres, de vehículos, de autobuses, siempre circulando a granel, sin rumbo…Manila ya no podía fungir de hormiguero ni morada para nadie. Quería, solo, evadirse, huir lejos, sin dejar pistas, como se marchan las gaviotas.
Manila, aquella mañana, quería escaparse, quería no ser ella misma, quería abandonar la apacible tranquilidad del estrés humano y ser de nuevo pantano y canales salobres, abiertos al mar, como venas de un cuerpo oceánico. Manila quería echar a volar sobre el sombrero gris de neblina intoxicante, ascender a los cielos, trepar los volcanes agonizantes de Bataan. Quería transformarse en aldea campesina, en isla desierta, en cumbre de cordillera. Ser ciudad, al cabo de los siglos, es un ejercicio agotador. Verse caminada, generación tras generación, vivir bajo las cosquillas de una miríada de hombres, de mujeres, de vehículos, de autobuses, siempre circulando a granel, sin rumbo…Manila ya no podía fungir de hormiguero ni morada para nadie. Quería, solo, evadirse, huir lejos, sin dejar pistas, como se marchan las gaviotas.
(Foto: Luis Echanove)
2 comentarios:
Todo el mundo creía que las cafeterías Manila desaparecieron del mapa de Madrid en los años 90 cuando se cerró el último establecimiento en la Plaza de Callao. Pero hoy he descubierto que no es así.
En la calle Donoso Cortés hay una cafetería Manila. En realidad su nombre exacto es Coca-cola Café Manila.
Es un bar de lo más corriente, tirando a grasoso, que no tiene pinta de servir tortitas con nata. Uno pensaría que su nombre es una licencia exótica, y que el bar se podría haber llamado igualmente Habana, o Shangai sin menoscabo de su esencia (tal vez la cercana boca de Metro de Islas Filipinas, inspirara a su dueño). Pero no. Un cartelito adherido en uno de sus ventanales indica que sirven comida filipina. Y eso cambia por completo todo el concepto del asunto.
Por encima del cartelito se vislumbran a algunos clientes desayunando porras y bollería industrial.
Las porras industriales son un producto decididamente filipino. Y los churros. En serio.
Lo de Coca Cola Café Manila es ciertamente desconcertante. Porqué no Mirinda Habana...
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