Como cada tarde, salió de casa a las cinco en punto. Fuera sonaban disparos. Nadie sabía de dónde venían, y tampoco a nadie le importaba ya. Caminó por la avenida desierta. No había luces en Tiflis, no había tampoco agua ni calefacción en las casas, ni tiendas abiertas, ni coches circulando.
Tardó diez minutos en llegar a su destino. Abrió el portón del descascarillado y ruinoso edificio. Recorrió en penumbra un larguísimo pasillo. A los dos lados se sucedían puertas y más puertas, todas cerradas, todas misteriosas. A falta de luz, se orientaba por el sonido de la música, cada vez más cercano. Y al fin llegó a la pequeña habitación del fondo. Se filtró dentro sin hacer ruido. Las sombras de los niños, agrupados en torno a la lamparilla de aceite y al minúsculo calefactor de petroleo, se proyectaban inmensas sobre las paredes verdes del cuarto. Como siempre, refugiado en una esquina apenas visible para el coro, se sentó en la única silla de la pequeña sala y cerró los ojos. La música polifónica de aquellas treinta voces infantiles le envolvió de inmediato, como el agua envuelve la piel en una ducha, o como el calor de un radiador envuelve un dormitorio frío. Y como cada tarde, fue feliz.
Durante los peores años de la guerra y la anarquía en Georgia, Merap, ex matemático y ahora contable, acudía a diario a escuchar los ensayos del coro de música polifónica tradicional georgiana de su hijo. "Eso me mantuvo vivo", me dijo anoche, con una sonrisa franca.
(Foto: Juan Echánove)
1 comentario:
que triste pero romantico, no hay nada como la esperanza besos tu madre
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