Sin propósito
Nació en una provincia sin costa, un invierno frío. De la infancia guardó siempre escasos recuerdos, de sus padres algunos más. Los mejores tiempos comenzaron en la Universidad, ya en Madrid. Ni le preguntó como se llamaba y ya se estaban besando, y cuando quiso darse cuenta hacían el amor sobre las yerba de atrás de la facultad. Y después se casaron, compraron una casa, se hipotecaron. El cambió de trabajo tres veces. Ella ninguna, pero quedó embarazada, también tres veces, siempre dos meses después de los cambios de trabajo de su marido. Los dos primeros resultaron en abortos prematuros. Finalmente parió, una hija, oronda, algo vizca desde bebé. Cuando la cría comenzó en la guardería pagar la mensualidad consumía un cuarto del salario paterno, pero no les importaba, o les importaba poco, porque la educación, decía ella, es lo más importante, y aquel era un jardín de infancia excelente. Sí, contestaba él. Ella empezó a tomar barbitúricos cuando la niña entró en la secundaria. Por nada en especial, sólo para calmar una ansiedad tal vez nerviosa, tal vez depresiva. El tardó varios años en apercibirse de la situación. Demasiado tarde. Ella murió de pronto, sobre enpastillada. Él quedó viudo, nunca se casó de nuevo. Su hija conoció a un neozelandés en la universidad al año y medio de la muerte de su madre. Se fueron a vivir juntos a la Gran Isla de Norte. Una vez cada dos años, por Navidad, regresaba a visitar a su padre. Para entonces él ya no trabajaba, gastaba el tiempo dando paseos por El Retiro, jugando al poker en internet y, a veces, yendo al cine a ver películas de cienca ficción. Su hija se divorció un verano, o eso le contó asu padre, aunque tal vez nunca se había casado realmente con aquel tipo de las Antíopodas. regresó a Madrid, pero visitaba poco al viejo. Una vida como otra cualquiera, se decía él cuando echaba cuentas de sus años jóvenes, de sus años de marido, de sus años de padre, de sus años de profesional, de sus años de viudo. Una vida como otra cualquiera, se decía siempre, hasta que de prontó le ocurrió aquello tan extraño. Un tiesto grueso, tachonado de geranios viejos, le cayó en la cabeza, camino del parque, en la calle Menéndez Pelayo, a la altura del número 23. Aún con vida, tendido sobre el pavimento, sin entender aún lo que acababa de ocurrirle, tuvo el tiempo de pensar un poco, no mucho, sólo un poco, apenas lo justo, y después expiró, sin dolor. Su hija se hizo cargo de todos los gastos del funeral y del entierro. Cobró, dicen, una burrada en concepto de indemnización. Con el dinero se compró un coche sencillo y algunos trajes de chaqueta.
Y eso es todo.
(Foto: Juan Echanove)
1 comentario:
que horror de vida pobres, menos mal que esa familia no es como la nuestra, a mí no me parece una vida orriente
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