miércoles, 7 de abril de 2010

Cuentos


Conozco a un artesano que fabrica camafeos de marfil de mamut en su tienda de un callejón peatonal del viejo Tiflis.

Cené hace poco con ciertos diplomáticos franceses que, tras agotar pronto los consabidos temas introductorios obligatorios en tales tesituras (discusiones sobre vinos, quesos y champagne) derivaron enseguida la conversación al asunto de los escarceos amorosos de los filosóficos existencialistas y a las interpretaciones eróticas de los cuentos de Rabelais –y es que, como todo el mundo sabe, los diplomáticos franceses se pasan la vida hablando de sexo, aunque disfrazando el asunto de un baño de intelectualidad.

Hace un par de semanas, en una aldea de pastores junto a la frontera turca, a orillas de un lago helado rodado de colinas verdes, un viejo ovejero me contó que su vecino mató a catorce lobos el invierno pasado, en venganza por la muerte a dentelladas de una cordera a manos de una camada.

Ayer envié al gobierno georgiano una rotunda carta de queja porque los cursos de formación para fareros que imparte la escuela náutica de Batumi no cumplen en absoluto los estándares europeos.

Mi amigo Juanma me escribió recientemente comentándome que al mago con el que comparte taller se le ha escapado la alondra que usaba en sus trucos.

El Jueves Santo, en el monasterio de Mesjeta, un coro de monjas en hábito negrísimo y con más pelos en el bigote que una cuadrilla de la Guardia Civil, logró conmoverme hasta la medula con su música polifónica. Mientras, haces de luz polvosa se filtraban oblicuamente através de las claraboyas de la cúpula central.

Un viejo campesino azeri al que conocí casualmente en un reciente viaje de trabajo, ha descubierto una variedad especial de maíz que permite fabricar palomitas sin utilizar aceite ni mantequilla.

La vida es una sucesión de argumentos para cuentos. Escribirlos o no es, a fin de cuentas, lo de menos.

(Foto: Ignacio Huerga)

No hay comentarios: