El pasado martes 13 de mayo, pese a las connotaciones aciagas de la fecha, presenté mi libro “Ecos del desierto” en el Instituto Cervantes de Manila. En el mismo acto, organizado junto con la Academia Filipina de la Lengua Española, se dieron a conocer también otras tres obras en castellano publicadas recientemente aquí: Pezamor, la excelente colección de versos del poeta, politólogo y políglota Gabriel Munuera; un ensayo del académico filipino Macario Ofilada y el poemario del embajador e hispanófilo checo Jaroslav Ludva.
Un público variopinto de diplomáticos, cooperantes, curas, hispanistas, estudiantes de español, algún periodista despistado, amigos y curiosos abarrotaban la por otra parte pequeña (aunque excelente) sala de conferencias del Cervantes manileño. Cada autor fue presentado por un académico filipino; después leímos algunos párrafos de nuestra obra y, finalmente, procedimos a la donación formal de ejemplares a la biblioteca del Cervantes.
Vino español y cerveza de Bohemia alegraron el subsiguiente cocktail, durante el cual, como suele suceder en tales ocasiones, no logré hacerme con casi ningún canapé (es curioso: cuando uno se cuela en tales actos generalmente come tapitas como un descosido; si eres un invitado, pillas menos porciones, pero algo ingieres; y si, finalmente, protagonizas el sarao, al final no papeas nada de nada).
Grandes banderolas reproduciendo las portadas de los libros, regalo del amigo César, flanqueaban los accesos al Instituto. En una mesita lateral decorada con cartelitos de “Ecos del desierto: now available”, Helen vendía con paciencia filipina copias del ensayo a 300 pesos el ejemplar. Solo faltaban llaveritos con el retrato de Ajenaton o camisetas con la efigie de una Venus neolítica para que aquello pareciera el mercadillo de los Dioses.
Lanzar un libro es como parir, es expulsar esas frases que antes solo en ti se formaron y dispersarlas hacia fuera, para que crezcan y maduren solas. El manuscrito pertenece al autor. Los libros no tienen dueño.
Un público variopinto de diplomáticos, cooperantes, curas, hispanistas, estudiantes de español, algún periodista despistado, amigos y curiosos abarrotaban la por otra parte pequeña (aunque excelente) sala de conferencias del Cervantes manileño. Cada autor fue presentado por un académico filipino; después leímos algunos párrafos de nuestra obra y, finalmente, procedimos a la donación formal de ejemplares a la biblioteca del Cervantes.
Vino español y cerveza de Bohemia alegraron el subsiguiente cocktail, durante el cual, como suele suceder en tales ocasiones, no logré hacerme con casi ningún canapé (es curioso: cuando uno se cuela en tales actos generalmente come tapitas como un descosido; si eres un invitado, pillas menos porciones, pero algo ingieres; y si, finalmente, protagonizas el sarao, al final no papeas nada de nada).
Grandes banderolas reproduciendo las portadas de los libros, regalo del amigo César, flanqueaban los accesos al Instituto. En una mesita lateral decorada con cartelitos de “Ecos del desierto: now available”, Helen vendía con paciencia filipina copias del ensayo a 300 pesos el ejemplar. Solo faltaban llaveritos con el retrato de Ajenaton o camisetas con la efigie de una Venus neolítica para que aquello pareciera el mercadillo de los Dioses.
Lanzar un libro es como parir, es expulsar esas frases que antes solo en ti se formaron y dispersarlas hacia fuera, para que crezcan y maduren solas. El manuscrito pertenece al autor. Los libros no tienen dueño.
2 comentarios:
Enhorabuena, Juan.
Se hizo esperar, pero seguro que ha merecido mucho la pena. Espero que cuando las frases crezcan y maduren, ya dentro de cada uno, sea de la forma más parecida a como las quisiste ver.
Un abrazo,
Álvaro
Muchas gracias Alvaro. En septiembre iré a España, evidetemente hay un libro reservado para ti, y para Ana y Pepe. un abrazo enorme!
Juan
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