Una soleada mañana de septiembre de 1993 aquella caravana de 10 vehículos (los Nissan Patrol y Fiat Uno que tantos kilómetros de aventuras vivirían en la región) partió de Madrid para llegar a Croacia en tan sólo 24 horas. Irresponsablemente, condujimos día y noche sin parar, soportando el sueño a base de un brebaje horrible de café mezclado con coca-cola que Esteban nos hacía ingerir. Había prisa en llegar porque la ONG que nos había reclutado tenía el compromiso ineludible de nuestra incorporación inmediata. Logramos arribar a tiempo.
La Croacia que nos encontramos era un país desgarrado. Un tercio de la nación permanecía ocupada por el ejército yugoslavo o las milicias servias de Krajina, desde cuyas zonas de control se hostigaba permanentemente al resto del territorio. En Dalmacia el país estaba virtualmente dividido en dos y sólo resultaba posible viajar de Zagreb a Split a través de la isla adriática de Pag o bien cruzando el peligrosísimo puente de Masleniça, incesantemente bombardeado. Decenas de miles de refugiados musulmanes procedentes de Bosnia, así como croatas de las zonas bajo dominio servio se apiñaban en improvisados campos de refugiados. Los esplendorosos hoteles de la costa del Adriático, antaño destino vacacional de riadas de turistas alemanes, alojaban ahora familias de refugiados en las habitaciones de los huéspedes. Otros miles más mal vivían en contenedores o casitas prefabricadas. Aldeas arrasadas salpicaban los campos de la verde Eslavonia. En Sisak los niños eran la presa más fácil para los francotiradores. La visión de tanto dolor nos cambió para siempre.
Durante los siguientes meses cada uno de nosotros desempeñó sus funciones de monitor de ayuda alimentaria en un determinado sector del país. Éramos un equipo de trabajo muy joven (la mitad con menos de 25 años) e imbuidos de un enorme entusiasmo. Fernando Herrera encontró una isla diminuta al sur de Losing habitada tan sólo por una familia compuesta de dos abuelos octogenarios y un nieto minusválido viviendo en la indigencia más absoluta. Juanma Santomé se empeñó en hallar el modo de rescatar del territorio enemigo al pariente perdido de una de las familias de “sus” refugiados. Yo trazaba los cuadros para los informes explicativos de la injusta distribución de ayuda en Split con la base de la taza de desayuno. Fernando Herrero fue amenazado con ser guindado de un garfio de carnicero cuando descubrió una oscura trama de desvío de ayuda a cargo de la mafia local de un pueblo del sur de Dalmacia. El anecdotario de aquella epopeya resulta inagotable.
Aquello cambió nuestras vidas para siempre.
La Croacia que nos encontramos era un país desgarrado. Un tercio de la nación permanecía ocupada por el ejército yugoslavo o las milicias servias de Krajina, desde cuyas zonas de control se hostigaba permanentemente al resto del territorio. En Dalmacia el país estaba virtualmente dividido en dos y sólo resultaba posible viajar de Zagreb a Split a través de la isla adriática de Pag o bien cruzando el peligrosísimo puente de Masleniça, incesantemente bombardeado. Decenas de miles de refugiados musulmanes procedentes de Bosnia, así como croatas de las zonas bajo dominio servio se apiñaban en improvisados campos de refugiados. Los esplendorosos hoteles de la costa del Adriático, antaño destino vacacional de riadas de turistas alemanes, alojaban ahora familias de refugiados en las habitaciones de los huéspedes. Otros miles más mal vivían en contenedores o casitas prefabricadas. Aldeas arrasadas salpicaban los campos de la verde Eslavonia. En Sisak los niños eran la presa más fácil para los francotiradores. La visión de tanto dolor nos cambió para siempre.
Durante los siguientes meses cada uno de nosotros desempeñó sus funciones de monitor de ayuda alimentaria en un determinado sector del país. Éramos un equipo de trabajo muy joven (la mitad con menos de 25 años) e imbuidos de un enorme entusiasmo. Fernando Herrera encontró una isla diminuta al sur de Losing habitada tan sólo por una familia compuesta de dos abuelos octogenarios y un nieto minusválido viviendo en la indigencia más absoluta. Juanma Santomé se empeñó en hallar el modo de rescatar del territorio enemigo al pariente perdido de una de las familias de “sus” refugiados. Yo trazaba los cuadros para los informes explicativos de la injusta distribución de ayuda en Split con la base de la taza de desayuno. Fernando Herrero fue amenazado con ser guindado de un garfio de carnicero cuando descubrió una oscura trama de desvío de ayuda a cargo de la mafia local de un pueblo del sur de Dalmacia. El anecdotario de aquella epopeya resulta inagotable.
Aquello cambió nuestras vidas para siempre.
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