El malecón
El malecón andaba insospechadamente embrutecido. Motitas rebeldes de mar picada salpicaban a los autos años cincuenta que osaban surcarlo. Arriba radiaba de canto un sol inmenso. De frente, como pulida o encerada, brillaba la fortaleza del Morro. Caminábamos sobre el poyete que separa la Habana del diecinueve del mar Caribe. Bromábamos, corríamos a trechos, y yo me encaramé a un león de bronce en el Paseo del Prado. Almorzamos en un patio colonial y acabamos la tarde sobre incomodas butacas de cine criollo. Silvio sigue tocando a mis espaldas, y yo rememoro andares por la Habana vieja al compás de mi cansancio.
El malecón andaba insospechadamente embrutecido. Motitas rebeldes de mar picada salpicaban a los autos años cincuenta que osaban surcarlo. Arriba radiaba de canto un sol inmenso. De frente, como pulida o encerada, brillaba la fortaleza del Morro. Caminábamos sobre el poyete que separa la Habana del diecinueve del mar Caribe. Bromábamos, corríamos a trechos, y yo me encaramé a un león de bronce en el Paseo del Prado. Almorzamos en un patio colonial y acabamos la tarde sobre incomodas butacas de cine criollo. Silvio sigue tocando a mis espaldas, y yo rememoro andares por la Habana vieja al compás de mi cansancio.
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