jueves, 4 de octubre de 2007

Hombres armados

“¿Hasta dónde podemos practicar las verdades?”
"Empezaron a disparar a la gente. Después lanzaron granadas de gas lacrimógeno y prendieron fuego a las casas. Corrimos más de un kilómetro, pero caí cuando una granada explotó y me quemó el tobillo. Todo estaba arrasado. Pasé hambre durante los tres días siguientes, pues no había nada que comer." Relato de una mujer q'eq'chi sobre los sucesos de Peten de septiembre de 1997.

Una buena amiga guatemalteca –cuyo nombre obvio- me escribió ayer. Me recordaba que han hecho ahora diez años exactos de aquel ajetreado mes de septiembre de 1997, en el que casi nos matan, a los dos y otros cuantos locos de la misma calaña, por cometer la tremenda imprudencia de decir la verdad. Cuando uno es irresponsable u honesto, siempre acaba metiéndose en problemas. Evitar los problemas es, de hecho, el principal motor en la vida de las personas sensatas…y de las deshonestas.

Llegué a Ciudad de Guatemala una lluviosa mañana de aquel septiembre. En el aeropuerto me aguardaban los cooperantes de la ONG para la que yo entonces trabajaba, y los líderes q'eq'chies de la organización guatemalteca con la que veníamos colaborando en varios proyectos de atención a la población desplazada por el conflicto militar. Los dirigentes indígenas nos relataron como en la noche anterior hombres armados habían bajado en barca por el río de la Pasión -en el selvático Petén- hasta varias comunidades de desplazados en la zona de Sayaxché. Los paupérrimos indígenas alzaron banderas blancas y suplicaron misericordia, pero los hombres armados incendiaron las milpas y arrasaron las chozitas. Sesenta casas y unas 86 hectáreas de cultivos de las aldeas de El Cedral, Selimón y Las Mercedes fueron destruidas. Mataron al menos a dos hombres y a un bebé, y docenas de personas fueron golpeadas brutalmente y detenidas. Los demás huyeron a la selva o se refugiaron en aldeas vecinas. Lo habían perdido absolutamente todo.

Informamos de imediato de lo sucedido a la MINUGUA, las fuerzas de Naciones Unidad en el país. Como era de esperar, nada hicieron. Al día siguiente volamos en helicóptero a aquellas aldeas. Las brasas aun humeaban, los cadáveres en descomposición mostraban posturas horrendas. El maíz quemado simbolizaba la muerte y la destrucción. De regreso a la capital, acompañamos a nuestros amigos del CONDEG, la organización local a la que apoyábamos, en la rueda de prensa que organizaron en el arzobispado para dar cuenta de los sucesos a los medios de comunicación. Sabíamos que la intención del ejército y de los paramilitares era seguir “limpiando” a sangre y fuego la zona. Era fundamental reaccionar rápido, parar aquella orgía de odio. Los medios se hicieron eco.

Habíamos despertado al monstruo. Comenzó nuestra pesadilla. Amenazas de muerte a media noche, acoso policial, y, en mi caso, salida finalmente del país escoltado por la guardia civil española rumbo a San Salvador. Fueron semanas de pánico, de dormir a saltos, sabiendo que aquellos cabrones (¿hay otro nombre?) que dirigen y siempre han dirigido los designios de la castigada Guatemala, son capaces de cualquier cosa, como ya demostraron durante las tres décadas de guerra genocida contra toda la población.

Algunos años después regresé a Sayaxché, el poblachón peteneco cabecera de aquella comarca maldecida por Dios, los narcotraficantes, los paramilitares y los latifundistas. Esta vez la visita fue en ocasión de fiesta. Se inauguraba un nuevo centro comunitario. Los chamanes q'eq'chies purificaron el lugar. Pasamos casi seis horas en aquella fabulosa ceremonia religiosa. Después me hablaron. Me explicaron en su lengua algo que no pude comprender racionalmente, pero que capté con ese entendimiento que no requiere de las palabras.

Y entonces comprendí.

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