
Al viejo las manos le temblaban
siempre, y también el paso. Pero el trazo de su imaginación era aun firme. Blandía
pinceles de humo, estrujaba tubos de óleo inexistentes, y obtenía el jugo mágico
de colores ya olvidados. Sus cuadros mentales, enormes o pequeños, tétricos o luminosos, daban forma a su diminuto
vivir de viejo vagabundo.
Era un jueves de abril. El sol irradiaba fuerte tras el ligero chubasco. Removió el plástico, los cartones y los trastos recolectados durante la mañana. Ahí estaban, al fondo del oxidado carrito de la compra. Pliegos rugosos, sacados de cualquier papelera. Los alisó con sus manos trémulas y absorto los examinó uno por uno: el color de las olas en la aguamarina traslúcida; la mirada desafiante de la chica de cabellos sedosos; el brillo azabache de la tinta en la caricatura. Ahí estaban, todos esos cuadros que nunca nadie había pintado.
Era un jueves de abril. El sol irradiaba fuerte tras el ligero chubasco. Removió el plástico, los cartones y los trastos recolectados durante la mañana. Ahí estaban, al fondo del oxidado carrito de la compra. Pliegos rugosos, sacados de cualquier papelera. Los alisó con sus manos trémulas y absorto los examinó uno por uno: el color de las olas en la aguamarina traslúcida; la mirada desafiante de la chica de cabellos sedosos; el brillo azabache de la tinta en la caricatura. Ahí estaban, todos esos cuadros que nunca nadie había pintado.
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