miércoles, 15 de junio de 2011

Dobles

Yo con los Estados Unidos mantengo una actitud ambivalente, cuando no manifiestamente maniquea: hay cosas de ese gran país que me encantan, y otras que no me gustan nada. La división no responde más que a un criterio subjetivo y por ello injusto, pero, ya se sabe, los gustos siempre tienen algo de irracional.

Una de tales cosas que de veras me atraen de Norteamérica son esas cafeterías de aire retro, donde las camareras van con cofia y uniforme blanco, suena música de Marilyn Monroe, los sillones son de símil cuero color rojo y las hamburguesas crujen al morderlas. Hace un par de semanas, aburrido en el aeropuerto de Houston, en cuanto vi una de esas cafeterías estilo años cincuenta, me lancé puertas a dentro sin dudarlo. No tenía hambre ninguna pero, ¿qué importaba? Solo pretendía disfrutar de la atmosfera.

Entonce sucedió eso tan extraño. La camarera (con cofia y uniforme, por supuesto), se acercó a mi mesa con esa enorme sonrisa social y campestre que los norteamericanos te regalan cuando no te conocen pero deben interactuar contigo. Miré su rostro y me quedé mudo, literalmente mudo. Yo a esa chica la conocía. Su nariz redondaza, los ojos algo achinados, las pecas en la mejilla…tenia ante mi a la fotocopia clónica de Alicia, una novia antigua. Lo más sorprendente del caso es que la joven gringa me miró, tal vez durante medio segundo, con el mismo gesto de estupefacción. Supe enseguida, de modo intuitivo, que yo también le recordara a alguien, o, mejor dicho, que yo era también para ella el facsímil literal de alguien que ella había conocido antes. La chica, muy profesional, enseguida recuperó la compostura, me tomó la orden y al rato regresó con la enorme hamburguesa en una bandeja redonda, transportada gracilmente sobre una mano, como toda buena camarera en un local de este tipo es entrenada para hacer.

Yo no podía evitar mirarla de reojo mientras servía a las otras mesas o charlaba con su compañera gordita (si: la empleada gordita y afable que como regla todo bar estilo años cincuenta debe incluir en su plantilla). El clon de Alicia, huelga decirlo, hacía otro tanto. No es que estuviera intentando ligar conmigo. Su rostro, al voltearse discretamente hacia el mío, no buscaba la complicidad, sino que escrutaba mis facciones como quien analiza una foto antigua para sacar el parecido.

Terminé la hamburguesa crujiente, pedí la cuenta sin mirarla a los ojos, pagué y me fui tan precipitadamente que me dejé olvidada la chaqueta y la maleta de mano. Tuve pues que regresar al rato, pero ya no la encontré: fue la camarera gordita de mullidos carrillos quien me entregó los objetos olvidados.

A veces pienso que todos tenemos un doble en alguna parte, y que esos dobles nuestros conviven y se relacionan con los dobles de nuestros amigos y conocidos. También pienso que, por alguna mágica regla, uno nunca puede encontrase con su propio fotocopia humana (tal vez, si eso sucede, los dos seres idénticos se amalgaman de nuevo en una sola persona y ocurre algún tipo de explosión cósmica… no sé, no he pensado lo bastante sobre ello). Nuestra vida y la del doble discurren como líneas paralelas, sin nunca cruzarse. Lo que no sabía es que sí podemos, en cambio, encontrarnos con las replicas fieles de las personas que conocemos.

Alicia, si alguna vez pasas por el aeropuerto de Houston, mejor no entres en la cafetería retro de la terminal B.

Foto: Luis Echanove

1 comentario:

carmela dijo...

Es curioso, yo si creo en los doblre, alguna vez me ha saludado alguien creyendo conocerme.