
Sus hijos le llaman por el nombre pila y su farera normanda le indica siempre el camino de regreso a casa, para que nunca se pierda en las aguas del océano.
Ha sido pintor, poeta, guardaespaldas, tramoyista, decorador, camorrista, escenográfo, portero de discoteca, escultor, brujo, lector obstinado, juerguista, ebanista y hasta paciente de un psiquiátrico militar por error. Pero los que le queremos bien sabemos que, en realidad, el es sobretodo un alquimista: alquimista de los materiales, las texturas, los colores y las substancias, cuyos secretos conoce con maestría; y alquimista también de la palabra, del verbo ágil, de la frase consoladora, del exabrupto repentino y de la sentencia visionaria. Y es, al fin, alquimista del espíritu, de la fidelidad al amigo, de la entrega total a sus hijos, de la pasión de existir y de la lealtad a sí mismo.
Sabe bien que el vivir puede ser a la vez cruel o maravilloso y él, con su alquimia mágica, destila esas dos facetas y las convierte en una verdad rotunda: que ante todo, a la vida hay que mirarla cara a cara.
Foto: Pintura de Cesar Caballero
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