viernes, 17 de septiembre de 2010

El alquimista

De niño siempre estuvo envuelto en las peleas del barrio, tan frecuentes en ese Madrid pandillero y canalla de los setenta. Su padre, marino mercante, pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa. De él heredó sin duda el ansia por conocer todos los mundos posibles. Corre algo de sangre gitana por sus venas, y corre rápido, a borbotones, pese a las varias cuchilladas que han marcado su fornido corpachón, como tatuajes de la supervivencia.

Sus hijos le llaman por el nombre pila y su farera normanda le indica siempre el camino de regreso a casa, para que nunca se pierda en las aguas del océano.

Ha sido pintor, poeta, guardaespaldas, tramoyista, decorador, camorrista, escenográfo, portero de discoteca, escultor, brujo, lector obstinado, juerguista, ebanista y hasta paciente de un psiquiátrico militar por error. Pero los que le queremos bien sabemos que, en realidad, el es sobretodo un alquimista: alquimista de los materiales, las texturas, los colores y las substancias, cuyos secretos conoce con maestría; y alquimista también de la palabra, del verbo ágil, de la frase consoladora, del exabrupto repentino y de la sentencia visionaria. Y es, al fin, alquimista del espíritu, de la fidelidad al amigo, de la entrega total a sus hijos, de la pasión de existir y de la lealtad a sí mismo.

Sabe bien que el vivir puede ser a la vez cruel o maravilloso y él, con su alquimia mágica, destila esas dos facetas y las convierte en una verdad rotunda: que ante todo, a la vida hay que mirarla cara a cara.
Foto: Pintura de Cesar Caballero

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