Lo dijo de repente, casi sin pensar, como muchas de las cosas que decía últimamente. Lo dijo sin modular la voz, como se responde a una pregunta inoportuna cuando se comen patatas fritas ante el televisor. Lo dijo sin elevar la voz, pero tan poco bajito, más bien sobre el limite de lo claramente audible, pero solo sobre el limite, no por encima. Lo dijo con un deje de tristeza muy ligera, en realidad solo apreciable por alguien experto en su tono de voz y en sus estados de ánimo.
Lo dijo así, porque sí, sin ninguna razón aparente, que es como se dicen las cosas más importantes y también las más peligrosas: porque cuando falta una sola razón para decir algo es casi seguro que de fondo hay muchas razones para decirlo, muchas, muchísimas razones, tantas que es imposible distinguir las unas de las otras y al final todas se alborotan en la mente, como en una madeja de lana cuyo hilo son esas confusas ideas.
Pero al fin y al cabo, el asunto es que lo dijo. Y cuando algo se dice queda dicho, valga la perogrullada. Puede que las palabras se las lleve el viento, pero no sabemos bien a donde, así que en el camino a su incierto destino final, las palabras quedan atrapadas en la cabeza de quien las escucha. Y eso es exactamente lo que pasó cuando él dijo lo que dijo. Lo dijo sin querer, o a lo mejor a posta, pero lo dijo y ya no hubo marcha atrás: como cuando se dispara una bala, o se arroja un florero por la ventana. Uno puede arrepentirse de hacer tales cosas, pero al final el resultado es invariable. La bala impacta. El macetero se rompe contra el suelo. Y las palabras, las palabras que él dijo, se quedaron atrapadas en la cabeza de quien las escuchó.
Y ahí siguen, atrapadas.
(Foto: Luis Echanove)
Lo dijo así, porque sí, sin ninguna razón aparente, que es como se dicen las cosas más importantes y también las más peligrosas: porque cuando falta una sola razón para decir algo es casi seguro que de fondo hay muchas razones para decirlo, muchas, muchísimas razones, tantas que es imposible distinguir las unas de las otras y al final todas se alborotan en la mente, como en una madeja de lana cuyo hilo son esas confusas ideas.
Pero al fin y al cabo, el asunto es que lo dijo. Y cuando algo se dice queda dicho, valga la perogrullada. Puede que las palabras se las lleve el viento, pero no sabemos bien a donde, así que en el camino a su incierto destino final, las palabras quedan atrapadas en la cabeza de quien las escucha. Y eso es exactamente lo que pasó cuando él dijo lo que dijo. Lo dijo sin querer, o a lo mejor a posta, pero lo dijo y ya no hubo marcha atrás: como cuando se dispara una bala, o se arroja un florero por la ventana. Uno puede arrepentirse de hacer tales cosas, pero al final el resultado es invariable. La bala impacta. El macetero se rompe contra el suelo. Y las palabras, las palabras que él dijo, se quedaron atrapadas en la cabeza de quien las escuchó.
Y ahí siguen, atrapadas.
(Foto: Luis Echanove)
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