Es difícil precisar
en qué momento exacto esa exuberante diversificación alcohólica se salió de
madre. Un verano, de vacaciones en Madrid, asistí a cierta extraordinaria conversación
sobre las propiedades del pepinillo introducido en un gintonic de Bombay. Ya me
había acostumbrado, desde hacia un par de años, a que de pronto todo el mundo
pareciera saber muchísimo sobre vinos. Pero la multiplicación por la quinta
potencia del número de enólogos quedo enseguida ensombrecida por la nueva ola de
los expertos catadores de ginebras.
La repentina expansión
de los saberes especializados no se limitaba al mundo de las bebidas espirituosas:
también se generalizaron, como por milagro, el número de licenciados en marcas de ropa, el de especialistas en las
cualidades de los diferentes tipos de palos de golf y el de peritos en series televisivas
ambientadas en Nueva York.
Yo al principio pensé
que todo esto formaba parte de una nueva aurora cultural. Apreciar el sabor del
pepino en la ginebra o la comodidad de unos zapatos buenos no eran tal vez sino
los primeros brotes de un renacer educativo. La sociedad española, o al menos
una parte de ella, pensaba yo, caminaba por la senda gloriosa de la sapiencia.
Apesadumbrado, pronto supe que los repentinos nuevos conocimientos adquiridos por esa nueva generación de españoles adinerados y glamurosos se limitaban en realidad a ese puñado de modas y frivolidades. La gente ahora viajaba más, pero sabía la misma escasa geografía de siempre. Con o sin pepinillos en la ginebra, a nadie le importaba un pimiento aprender más de filosofía, o leer a los clásicos o entender algo de astro-física. España era más pija, pero tan inculta como antes.
Y entonces, llegó la
crisis.
(Foto: Ignacio Huerga)