Asia es hoy el lugar donde el mundo se mueve.
En todas las épocas hay un centro gravitacional de los sucesos (simbólico, pero también geográfico), una región del mundo que actúa como vértice de los principales acontecimientos. El resto del planeta es, hasta cierto punto, periférico con respecto a ese eje que dinamiza la evolución de la historia en cada época. Ese axis mundi, como decía Eliade, tiene su reflejo en el imaginario colectivo de todas las civilizaciones.
En la Antigüedad ese centro generador se ubicó primero en el Creciente Fértil, el gran arco que corre desde Egipto hasta Mesopotamia, cruzando Palestina. Allí nació la agricultura, el alfabeto, el monoteísmo y la vida urbana. Luego se desplazó hacia Occidente, a la cuenca del Mediterráneo (primero Grecia y El Egeo, luego Roma). Siempre en dirección Oeste, la corriente que dinamiza a la Historia con mayúscula avanzó con los siglos hacia el corazón de Europa, a Francia, ombligo del mundo en la Ilustración, y de ahí a Inglaterra, hogar de la revolución industrial. Después saltó el Atlántico. Así, la costa Este de Estados Unidos, con Nueva York a la cabeza, se transformó en el centro psicológico de la humanidad a lo largo de la primera mitad del siglo XX. El desplazamiento no se detuvo ahí, cruzó Chicago (origen de la segunda revolución industrial y de la producción en cadena) y saltó hasta la costa del Pacífico. Seattle, San Francisco o los Ángeles fueron, desde los años 60 y prácticamente hasta anteayer, el polo de la novedad (Hollywood, la conciencia ecológica, la tercera revolución industrial e Internet, Reagan y el origen del neoliberalismo). Y, finalmente, ha traspasado el Pacífico, llegando a las orillas de Asia. Por una curiosa coincidencia, el actual presidente de los Estados Unidos, todavía la mayor potencia del mundo, nació, precisamente, en medio de ese Océano.
El mundo de hoy comienza a respirarse, a vivirse, a moverse, al ritmo el pulso de ese nuevo corazón en Extremo Oriente. Rotterdam ya no es el puerto con más tránsito del mundo: Ahora es Singapur. China es el motor del crecimiento económico mundial (con o sin crisis). El pensador favorito entre los intelectuales y los famosos en Europa o América ya no es Nietzche o Sartre, sino Buda. El manga, la cocina japonesa y el minimalismo oriental son sinónimo de la nueva modernidad. Quien quiera conocer la arquitectura más vanguardista y la ciudad más dinámica del planeta ya no debe viajar a Londres o a Nueva York, sino a Shangai.
Desde Europa es a veces difícil percibir la dimensión del cambio, por más que la prensa y la televisión nos bombardeen con información sobre China y su entorno. Como ya les sucediera a los griegos con respecto a los romanos, los occidentales seguimos aferrados al mito de que somos los depositarios de la cultura, y miramos con desdén e incredulidad esta nueva realidad que parece transformar por completo las reglas del juego.
Cuenta una vieja leyenda que cuando el círculo se complete y regrese de nuevo al punto de origen, la civilización, tal y como hoy la concebimos, se acabará. Claro que antes deberá atravesar el Asia interior (interior geográficamente, pero también espiritualmente), cruzando pues Tíbet, India, el Himalaya para así abordar de nuevo al viejo Oriente Medio.
En todas las épocas hay un centro gravitacional de los sucesos (simbólico, pero también geográfico), una región del mundo que actúa como vértice de los principales acontecimientos. El resto del planeta es, hasta cierto punto, periférico con respecto a ese eje que dinamiza la evolución de la historia en cada época. Ese axis mundi, como decía Eliade, tiene su reflejo en el imaginario colectivo de todas las civilizaciones.
En la Antigüedad ese centro generador se ubicó primero en el Creciente Fértil, el gran arco que corre desde Egipto hasta Mesopotamia, cruzando Palestina. Allí nació la agricultura, el alfabeto, el monoteísmo y la vida urbana. Luego se desplazó hacia Occidente, a la cuenca del Mediterráneo (primero Grecia y El Egeo, luego Roma). Siempre en dirección Oeste, la corriente que dinamiza a la Historia con mayúscula avanzó con los siglos hacia el corazón de Europa, a Francia, ombligo del mundo en la Ilustración, y de ahí a Inglaterra, hogar de la revolución industrial. Después saltó el Atlántico. Así, la costa Este de Estados Unidos, con Nueva York a la cabeza, se transformó en el centro psicológico de la humanidad a lo largo de la primera mitad del siglo XX. El desplazamiento no se detuvo ahí, cruzó Chicago (origen de la segunda revolución industrial y de la producción en cadena) y saltó hasta la costa del Pacífico. Seattle, San Francisco o los Ángeles fueron, desde los años 60 y prácticamente hasta anteayer, el polo de la novedad (Hollywood, la conciencia ecológica, la tercera revolución industrial e Internet, Reagan y el origen del neoliberalismo). Y, finalmente, ha traspasado el Pacífico, llegando a las orillas de Asia. Por una curiosa coincidencia, el actual presidente de los Estados Unidos, todavía la mayor potencia del mundo, nació, precisamente, en medio de ese Océano.
El mundo de hoy comienza a respirarse, a vivirse, a moverse, al ritmo el pulso de ese nuevo corazón en Extremo Oriente. Rotterdam ya no es el puerto con más tránsito del mundo: Ahora es Singapur. China es el motor del crecimiento económico mundial (con o sin crisis). El pensador favorito entre los intelectuales y los famosos en Europa o América ya no es Nietzche o Sartre, sino Buda. El manga, la cocina japonesa y el minimalismo oriental son sinónimo de la nueva modernidad. Quien quiera conocer la arquitectura más vanguardista y la ciudad más dinámica del planeta ya no debe viajar a Londres o a Nueva York, sino a Shangai.
Desde Europa es a veces difícil percibir la dimensión del cambio, por más que la prensa y la televisión nos bombardeen con información sobre China y su entorno. Como ya les sucediera a los griegos con respecto a los romanos, los occidentales seguimos aferrados al mito de que somos los depositarios de la cultura, y miramos con desdén e incredulidad esta nueva realidad que parece transformar por completo las reglas del juego.
Cuenta una vieja leyenda que cuando el círculo se complete y regrese de nuevo al punto de origen, la civilización, tal y como hoy la concebimos, se acabará. Claro que antes deberá atravesar el Asia interior (interior geográficamente, pero también espiritualmente), cruzando pues Tíbet, India, el Himalaya para así abordar de nuevo al viejo Oriente Medio.
(Foto: Eva Pastrana)
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