Permanecí sentado hora y media en el mismo banco. A veces leía un libro de Tagore. Dibujé los dos árboles que tenía delante. Coloqué siete veces la pierna derecha sobe la izquierda y tres veces la izquierda sobre la derecha. Era noviembre, hojas crujientes como cáscaras cubrían todo el suelo. Sentí en el cogote el roce seco de una de ellas. Me llevé la mano al cuello: allí estaba, la hoja se había alojado entre mis hombros. La agarré por un extremo, y quedaron fijadas a mis yemas muescas marrones del tallo roto, pero la hoja seguía en su sitio.
Al rato me levanté. La hoja no se cayó. Subí el camino asfaltado hacia la zona de los columpios. Los niños parecían inquietos. Se acercaba el mediodía. Sentí frío. Quedaban pocas zonas sin penumbra en el parque. Traspasé el gran portón de hierro. Abrí el periódico y leí los editoriales mientras esperaba al autobús. La hoja agradeció la sentada con una suave vibración. Las tres en punto. Abrí de nuevo el diario, ahora al azar. No llegaba el autobús. La hoja seguía cosquilleando, justo en el límite entre el cogote y la espalda. Si movía la cabeza hacia los lados sentía más agudamente su caricia atoñal. Llegó por fin el 52. La máquina que picaba las muescas del abono acompañó su clic con una estentórea vibración. La hoja tembló por un par de segundos al mismo ritmo. Busqué asiento. Poco tráfico. Llegamos pronto al destino.
En cuanto descendí miré hacia el cielo, ahora más despejado. La pobre hoja debió de resentir el movimiento, pero no cayó al suelo. Llamé al telefonillo. Subí a mi casa. Saludé a mis padres. Fregué dos cazuelas y algunos cubiertos y los coloqué con cuidado sobre el secadero. La hoja todavía yacía en mi cuello. Comí deprisa y con apetito. Llené el friegaplatos con la vajilla sucia y la papelera con los huesos de pollo y las mondas de naranja (y también una tapa de natillas; no sé que sucedió con la tarrina). Bebí café, miré la tele. Me encerré en la habitación, escuché música y sesteé, con aquella persistente hoja acompañándome.
Me desperté sobresaltado. Toqué mi cuello. La hoja ya no estaba. Había desaparecido, para siempre. "Para siempre", me dije a mi mismo, repitiendo estas dos palabras sílaba a sílaba: Pa-ra- siem-pre. Sentí un vértigo espantoso.
Al rato me levanté. La hoja no se cayó. Subí el camino asfaltado hacia la zona de los columpios. Los niños parecían inquietos. Se acercaba el mediodía. Sentí frío. Quedaban pocas zonas sin penumbra en el parque. Traspasé el gran portón de hierro. Abrí el periódico y leí los editoriales mientras esperaba al autobús. La hoja agradeció la sentada con una suave vibración. Las tres en punto. Abrí de nuevo el diario, ahora al azar. No llegaba el autobús. La hoja seguía cosquilleando, justo en el límite entre el cogote y la espalda. Si movía la cabeza hacia los lados sentía más agudamente su caricia atoñal. Llegó por fin el 52. La máquina que picaba las muescas del abono acompañó su clic con una estentórea vibración. La hoja tembló por un par de segundos al mismo ritmo. Busqué asiento. Poco tráfico. Llegamos pronto al destino.
En cuanto descendí miré hacia el cielo, ahora más despejado. La pobre hoja debió de resentir el movimiento, pero no cayó al suelo. Llamé al telefonillo. Subí a mi casa. Saludé a mis padres. Fregué dos cazuelas y algunos cubiertos y los coloqué con cuidado sobre el secadero. La hoja todavía yacía en mi cuello. Comí deprisa y con apetito. Llené el friegaplatos con la vajilla sucia y la papelera con los huesos de pollo y las mondas de naranja (y también una tapa de natillas; no sé que sucedió con la tarrina). Bebí café, miré la tele. Me encerré en la habitación, escuché música y sesteé, con aquella persistente hoja acompañándome.
Me desperté sobresaltado. Toqué mi cuello. La hoja ya no estaba. Había desaparecido, para siempre. "Para siempre", me dije a mi mismo, repitiendo estas dos palabras sílaba a sílaba: Pa-ra- siem-pre. Sentí un vértigo espantoso.
(Acuarela de Ignacio Huerga)
1 comentario:
"El otoño se acerca con muy poco ruido:
apagadas cigarras, unos grillos apenas,
defienden el reducto
de un verano obstinado en perpetuarse,
cuya suntuosa cola aún brilla hacia el oeste.
Se diría que aquí no pasa nada,
pero un silencio súbito ilumina el prodigio:
ha pasado
un ángel
que se llamaba luz, o fuego, o vida.
Y lo perdimos para siempre".
(Ángel González)
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