Anoche caí en la cuenta de que alguien mató a mi abuelo. Claro que yo sabía desde niño que a mi abuelo le mataron en la guerra. Pero no es lo mismo saber que le mataron a caer en la cuenta que alguien le mató.
En las guerras los que matan mueren y los que mueren matan. Por eso, a los efectos de esta reflexión mía, tanto da contra que bando iba mi abuelo. El asunto es que no es verdad que la muerte en los conflictos adopte siempre la deforme forma de un totum revolutum, de una riña tumultuaria con resultado letal, en la cual no se sabe quien fue el último en meter el último puyazo o en asestar el disparo fatal.
Por cada muerto en guerra, hay, al final, un matador. Las balas nunca son anónimas: tienen nombre, apellido, familia y motivaciones. Un hombre concreto mató a mi abuelo, le miró por vez última, apuntó el fusil y segó su vida, como se corta la mies, así, de repente. Quien sabe, puede que otra bala acabase también con la vida de ese hombre que mató a mi abuelo. Quizás alguno de sus nietos se haya preguntado quien la disparó. Y así sucesivamente, hasta un millón de veces, hasta un millón de muertos.
Yo nunca vi a mi abuelo (nací 30 años después del fin de la guerra), pero le conocí muy bien, a través de mi abuela. Por eso sé que era un hombre muy grande con un bigote pequeño y cejas negras. Con mi abuela los domingos se paseaba arriba y abajo por la Gran Vía. Comían bocadillos de calamares. Montaba a caballo y gastaba muchas bromas. Una vez prometió en un altar caminar no se cuantos kilómetros con garbanzos en los zapatos si cierta petición se le resolvía favorablemente, Finalmente cumplió su voto, pero con los garbanzos ya cocidos. Sé tantas historias de mi abuelo como de cualquiera de los vivos de la familia.
Tuvieron mis abuelos tres hijos, tantos como años estuvieron casados. Tres años aquellos que valieron por una vida entera. Escuchar a mi abuela contar historias de ese tiempo mágico era como correr por el campo un día de primavera. Se la iluminaban los ojos, le brillaba el rostro, volvía a vivir aquello al recordarlo, y parecía decirse a sí misma “por esos años breves, mi vida ha merecido la pena”.
Pasaron, sí, sólo tres años unidos en cuerpo y alma. Pero mi abuela nunca se quejó después de su ausencia. Porque juntos, lo que se dice juntos, estuvieron también los sesenta y cinco años siguientes a que aquella bala atajara la vida material de mi abuelo. Él siempre estuvo allí, acompañándola. Cada vez que mi abuela se subía a la banqueta del cuarto ropero para bajar las sabanas, pedía al abuelo “Antonio por favor, agárrame la silla” para no caerse.
A mi abuelo lo mataron dos veces. La primera por error y la segunda por casualidad. Cuando, tras sublevarse y ser apresado, leyeron su nombre para condenarlo a muerte, fue su hermano –soltero sin hijos- quien se levanto por él, salvando así su vida. Pero la muerte es persistente, y no le dejó escapar mucho tiempo. Lo metieron en una camioneta a los pocos meses, rumbo a Paracuellos. Pudo haberse salvado, otros lo consiguieron. Pero ya se sabe: las cosas solo suceden de una manera.
Lo peor de las guerras no es que la gente muere. Lo peor es que la gente mata.
(Foto: Luis Echanove)
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