Los indígenas sibuyem de Zamboanga de Sur nos recibieron untandonos de sangre de pollo las manos. El chamán nos invitó ingerir por una pajilla de bambú el bebedizo de hierbas de alta graduación contenido en una gran marmita de la dinastía Ming (fruto de los tratos comerciales con China antes de la colonización española). Totalmente colocados, bailamos las danzas tribales, al ritmo monótono y por eso mismo agotadoramente místico del gong. A continuación partimos a caminar por la selva acompañados de media tribu. Nos sumergimos en calzones en una pequeña cascada entre el follaje. De regreso, los campos de arroz resplandecían a orillas de la senda como mares de seda. El sol de la tarde se resbalaba por las tupidas laderas.
Todavía atrapados en la nebulosa inconsciente de lo que habíamos bebido, nos reunimos con los ancianos y los jefes de otros poblados para discutir el proyecto de desarrollo. Nos hablaron del gran águila que protege la cumbre del monte santo y del brujo muerto hace veinte años cuyo cuerpo permanece incorrupto en una de las cabañas de la aldea. Mencionaron también a las compañías mineras canadienses que arrasan el monte, los alcaldes y gobernadores que les estafan y las armas que logran de contrabando gracias a los comunistas, para así preparar una insurrección en toda regla si les siguen tocando las narices unas décadas más.
Por la noche, nueva ingesta del rústico soma, más baile y a dormir la mona en el mismo gran palafito de bambú donde se celebraba la fiesta. Para tranquilizarnos, el anciano jefe del poblado nos recordó que permanecerían despiertos cuidándonos, por si se presentaba la guerrilla islámica, y así morir todos juntos. A la mañana siguiente, sin resaca de ningún tipo, pero abotargados tras la noche casi en vela, disfrutamos de las vistas de la montaña sagrada entre el vapor denso del amanecer selvático y regresamos a Cagayan de Oro, tras nueve agotadoras horas de viaje cruzando puestos de control militar. Enseguida supimos que acabamos de dejar atrás una parte de nosotros.
Todavía atrapados en la nebulosa inconsciente de lo que habíamos bebido, nos reunimos con los ancianos y los jefes de otros poblados para discutir el proyecto de desarrollo. Nos hablaron del gran águila que protege la cumbre del monte santo y del brujo muerto hace veinte años cuyo cuerpo permanece incorrupto en una de las cabañas de la aldea. Mencionaron también a las compañías mineras canadienses que arrasan el monte, los alcaldes y gobernadores que les estafan y las armas que logran de contrabando gracias a los comunistas, para así preparar una insurrección en toda regla si les siguen tocando las narices unas décadas más.
Por la noche, nueva ingesta del rústico soma, más baile y a dormir la mona en el mismo gran palafito de bambú donde se celebraba la fiesta. Para tranquilizarnos, el anciano jefe del poblado nos recordó que permanecerían despiertos cuidándonos, por si se presentaba la guerrilla islámica, y así morir todos juntos. A la mañana siguiente, sin resaca de ningún tipo, pero abotargados tras la noche casi en vela, disfrutamos de las vistas de la montaña sagrada entre el vapor denso del amanecer selvático y regresamos a Cagayan de Oro, tras nueve agotadoras horas de viaje cruzando puestos de control militar. Enseguida supimos que acabamos de dejar atrás una parte de nosotros.
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