(con algunos ejemplos de caso referidos a las virtudes teologales)
Tengo que admitir que no encuentro ninguna buena razón para ello. No obstante, debo dejar constancia de algunos motivos. Me azora expresar en público estas consideraciones. Pero ustedes deben comprender que un hombre de mi posición, cuando afronta una tesitura de naturaleza tan compleja, se siente enardecido por la llamada del deber. Y es el deber, que no mi personal talento o mi natural jubiloso el que me mueve a dirigirme a ustedes en una ocasión como esta. Mantengo, como no pocos de entre el público sospechan, una posición firme en relación a ciertos asuntos, y otra un tanto más flexible cuando debo considerar determinadas materias de corte diferente a las anteriores. La cuestión, por tanto, es establecer si la temática que hoy nos ocupa forma parte del primer grupo o si ha lugar encuadrarla en el segundo. ¿Debería asumir quien les habla un talante abierto ante el tema objeto de esta conferencia o más bien cerrar filas con un posicionamiento más inequívoco? Y aun que encontrásemos entre todos, -o más bien encontrase yo con cierta ayuda de ustedes- una respuesta sencilla para este dilema tan complejo, no con ello concluirían todas las dudas ni se aclararía plenamente el panorama ante nuestros ojos. Porque, mi estimado público, en la vida hay grados para todo. Y, como quien dice, entre lo mucho mucho y lo poco poco, discurre la escala infinita de los matices, de los medios términos. Hete aquí, consecuentemente, el dilema inmenso que a mí me acosa, y espero que a ustedes también: En el día de hoy, estimados amigos, yo ya no sé que pensar. No crean que lo digo por decir. Sencillamente expreso un sentimiento profundo que me acicatea, me corroe por dentro, me consume las entrañas. Y no sé que pensar porque, después de media vida dedicado al estudio de la materia de nuestra devoción, me encuentro, súbitamente, con la primera certeza de toda mi vida profesional. Y esa certeza, queridos colegas y alumnos, oyentes todos, no encuentra mejor enunciado que el antedicho: Yo ya no sé que pensar. Ergo: He dejado de hacerlo. Permito que las palabras que bullen dentro de mi cerebro broten al exterior abriendo la espita de la insustancialidad más absoluta. Y no crean, no: Esta no es tarea sencilla. Requiere entrenamiento, tesón y cierto talento innato. Consecuentemente no tengo nada mejor que decirles en el día de hoy. No pretendo colmar su personal satisfacción y en verdad son consciente del prejuicio que haya podido provocarles compartiendo con ustedes estos barruntos tan personales, que, aunque no hayan versado sobre la temática prevista conforme programa, al menos, pienso yo, han servido para aclarar más de un aspecto dudoso. Muchas gracias.
Tengo que admitir que no encuentro ninguna buena razón para ello. No obstante, debo dejar constancia de algunos motivos. Me azora expresar en público estas consideraciones. Pero ustedes deben comprender que un hombre de mi posición, cuando afronta una tesitura de naturaleza tan compleja, se siente enardecido por la llamada del deber. Y es el deber, que no mi personal talento o mi natural jubiloso el que me mueve a dirigirme a ustedes en una ocasión como esta. Mantengo, como no pocos de entre el público sospechan, una posición firme en relación a ciertos asuntos, y otra un tanto más flexible cuando debo considerar determinadas materias de corte diferente a las anteriores. La cuestión, por tanto, es establecer si la temática que hoy nos ocupa forma parte del primer grupo o si ha lugar encuadrarla en el segundo. ¿Debería asumir quien les habla un talante abierto ante el tema objeto de esta conferencia o más bien cerrar filas con un posicionamiento más inequívoco? Y aun que encontrásemos entre todos, -o más bien encontrase yo con cierta ayuda de ustedes- una respuesta sencilla para este dilema tan complejo, no con ello concluirían todas las dudas ni se aclararía plenamente el panorama ante nuestros ojos. Porque, mi estimado público, en la vida hay grados para todo. Y, como quien dice, entre lo mucho mucho y lo poco poco, discurre la escala infinita de los matices, de los medios términos. Hete aquí, consecuentemente, el dilema inmenso que a mí me acosa, y espero que a ustedes también: En el día de hoy, estimados amigos, yo ya no sé que pensar. No crean que lo digo por decir. Sencillamente expreso un sentimiento profundo que me acicatea, me corroe por dentro, me consume las entrañas. Y no sé que pensar porque, después de media vida dedicado al estudio de la materia de nuestra devoción, me encuentro, súbitamente, con la primera certeza de toda mi vida profesional. Y esa certeza, queridos colegas y alumnos, oyentes todos, no encuentra mejor enunciado que el antedicho: Yo ya no sé que pensar. Ergo: He dejado de hacerlo. Permito que las palabras que bullen dentro de mi cerebro broten al exterior abriendo la espita de la insustancialidad más absoluta. Y no crean, no: Esta no es tarea sencilla. Requiere entrenamiento, tesón y cierto talento innato. Consecuentemente no tengo nada mejor que decirles en el día de hoy. No pretendo colmar su personal satisfacción y en verdad son consciente del prejuicio que haya podido provocarles compartiendo con ustedes estos barruntos tan personales, que, aunque no hayan versado sobre la temática prevista conforme programa, al menos, pienso yo, han servido para aclarar más de un aspecto dudoso. Muchas gracias.
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