Las personas vivimos, de promedio, unos dos o tres mil millones de segundos. Parece mucho, pero en realidad no es tanto. Si dedicásemos cada uno de esos segundos, incluidos los de nuestras horas nocturnas, a pensar fugazmente en un habitante actual de la tierra, necesitaríamos dos vidas enteras para completar la tarea de repasar al conjunto de la humanidad.
Claro está que no todos esos instantes encadenados tienen el mismo peso en nuestro existir. Cada vez que veo al aparca-coches de mi restaurante favorito en Tiflis pienso en un segundo muy preciso de su vida: aquel en el cual perdió una mano, tres dedos de la otra y la movilidad de la pierna derecha.
Cuando nos vemos me regala una sonrisa franca y limpia.
Nunca hemos hablado más allá de las cuatro frases de saludo o despedida de rigor pero, a juzgar por su edad y la naturaleza de sus amputaciones, no es difícil imaginar cómo fue aquel segundo suyo que torció el curso de todos sus sueños de juventud: Años noventa, guerras desgarradoras en Georgia. Una batalla callejera y de pronto la súbita deflagración de la bomba de mano (o el estallido de una mina, o las ráfagas ciegas de la metralleta), y luego el dolor, la sangre, y el silencio, sobre todo el silencio. Silencio de la muerte cuando roza pero no abraza. Silencio de la traza del mal sellando el cuerpo para siempre.
Un segundo entre tres mil millones, uno solo. Un segundo, dos muñones, y esa pierna renqueante.
(Foto: Luis Echanove)