jueves, 26 de abril de 2012

Microcuentos primaverales (3)

Para siempre
Había llegado la primavera, y eso iluminaba sus mañanas con una alegría nueva. Ese día rehuyó a mediodía la cantina de debajo de la oficina, y, aun consciente del poco tiempo disponible, se encaminó al parque a paso ligero. Sentado en un banco, cerró los ojos y se dejó calentar el rostro por ese sol amable de mayo. De pronto ya no pensaba en nada, o pensaba en todo; pero el asunto fue que, al abrir los ojos, ya no estaba allí. Ni tampoco en ningún otro sitio. Había desaparecido.

Foto: Ignacio Huerga

Microcuentos primaverales (2)

No quieres recordarlo
No quieres recordarlo aunque sabes que es muy cierto: Hubo un tiempo en que pensabas que la vida era una carretera de doble dirección. Dar marcha atrás era tal vez peligroso, pero, a fin de cuentas, resultaba posible…o eso te decías a ti mismo.  Y ahí estas ahora, tirado en la cuneta, mirando al muro que se levanta delante  tuyo. No hay giro en 'u'. La única escapatoria –piensas- es esperar… ¿esperar a qué?  Una voz interior te susurra;' bájate del coche idiota, y luego camina, e intenta trepar'. Pero no haces caso. Te quedas quieto. A ti la cuneta en el fondo te gusta.

Foto: Luis Echanove

Microcuentos primaverales

Abomina
Teníamos diecisiete años y habíamos comprado aquellos tres libros de tapas blandas en el supermercado solo porque eran los más baratos. Abrimos al azar uno de ellos (¿el de Gramsci? ¿el de Ortega?) y apuntamos a boleo sobre la pagina obtenida:  ' (…) abomina de su propio ser', leímos, partidos de la risa ante aquel ejercicio de irracionalidad plena. Nos juramentamos a emplear aquella ridícula expresión, enlazada a cualquier sustantivo, en toda ocasión oficial posible. Llevamos pues dos décadas y media dejándola caer en conversaciones documentos legales, informes, conferencias y cualesquiera otra ocasiones que la vida nos ofrece.

Hoy, al final de un mes de abril, de pronto caigo en la cuenta de que, tras casi 400 entradas en este blog, nunca la he utilizado aquí, así que ahí va:

La primavera abomina de su propio ser.

Foto: Ignacio Huerga

jueves, 12 de abril de 2012

Miradas penetrantes

Fama y calidad artística nunca han ido necesariamente de la mano. La Gioconda, por ejemplo, es sin duda el cuadro más famoso del mundo. Varias decenas de miles de personas contemplan el pequeño óleo cada día en el Louvre. Se trata, ciertamente, de una obra maestra pero, ¿justifica su calidad estética el interés que despierta en el gran público? A mi modo de ver, en absoluto.

Técnicamente la Monalisa no aporta nada fundamental a la historia del arte: su composición y temática son altamente convencionales (por no decir escasamente originales): Un retrato de medio cuerpo sobre fondo imaginario. Bien es cierto que el cuadro constituye un primoroso ejemplo de utilización de la perspectiva aérea, método  no obstante, que los pintores holandeses venían ya utilizando desde al menos un siglo antes con igual o superior talento.

La mayor cualidad estilística de la Gioconda, como tantas veces se ha dicho, es quizás el magistral uso de la técnica del esfumado, esa indefinición de los contornos lograda a base de superponer finísimas capas de pintura. No obstante, Da Vinci ya había logrado esplendidos efectos vaporosos en obras anteriores; su San Juan Bautista, coetáneo a la Monalisa, ofrece un ejemplo aún más notable  en el uso de ese modo pictórico. Personalmente, incluso tiendo a pensar que parte del esfumado de la Monalisa es más bien resultado de excesivas y pobres restauraciones; prueba de ello es la ausencia de cejas sobre los ojos de la dama, esfumadas sí, pero no por voluntad del artista sino como resultado de inadecuados tratamiento de la obra, tal y como recientes estudios con rayos X han demostrado.

La cualidad de la Gioconda como retrato psicológico ha sido, pienso, también muy exagerada. Mucho se ha hablado de su enigmática sonrisa. Yo, más bien, lo que observo es falta de expresividad. A mi modo de ver, hay al menos otros dos retratos femeninos atribuidos al genio florentino cuyos valores artísticos superan ampliamente a la celebre obra del Louvre: Uno es la Belle Ferronière, exhibida también en el museo parisino (aunque pasa desapercibida para gran numero de visitantes); el otro es la Dama del Armiño, conservada en Cracovia. El supuesto aire misterioso de los labios ligeramente inclinados de la Monalisa es casi una carantoña vacía comparado con ese magnifico sonreír sugerido en la Dama del Armiño. La Belle Ferroniere, por su parte, nos observa con la mirada más penetrante de la historia de la pintura; la Gioconda, por contra, parece en cambio contemplarnos con la frialdad de una estatua de cera. 

Hay quien atribuye la fama de la Monalisa al supuesto misterio que la rodea. Me pregunto: ¿qué misterio es ese? Es verdad que no conocemos la identidad de la mujer retratada, pero eso también sucede con una multitud de otras obras de los grandes maestros (incluida la propia Belle Ferronière) sin que por ello hayan sido rodeadas de ese hálito de ocultismo. Por otra parte, gran parte de ese supuesto aire misterioso es debido al difuso tono broncino, que baña la obra; pero hoy sabemos, gracias a la reciente restauración de la copia de la Monalisa del Prado, que bajo esa patina amarillenta, ganada con la suciedad, la Monalisa esconde colores muy vivos.

La fama de la Giocionda tiene en verdad poco que ver con sus cualidades estáticas intrínsecas. Estas, aunque innegables, están también presentes (muchas veces en grado muy superior) en otras obras, infinitamente menos conocidas, de Leonardo y de muchos otros autores. Todo el mundo conoce la Gioconda porque esta ha sido fruto, a lo largo de los últimos 100 años, de una fabulosa operación mediática. Todo comenzó con su extraño robo en 1911 y posterior recuperación dos años después. El hecho colocó al cuadro (ya por entonces célebre, pero no tanto) en la primera plana de los periódicos de todo el mundo durante meses. A caballo de esos sucesos, la administración del Louvre y el conjunto del aparato publicitario del Estado francés orquestaron en las décadas siguientes, entorno a la obra,  una cuidada campaña de marketing para atraer turistas. Fue entonces cuando las leyendas sobre su misteriosa sonrisa y demás zarandajas comenzaron a tejerse. En años mas recientes, una celebre saga de pseudo literatura  conspiratoria  de gran éxito ha vuelto a poner el cuadro de moda otra vez.

La próxima vez que vayas al Louvre dispuesto  a disfrutar del arte, ignora con desdén a la Gioconda (de todos modos, admirar un cuadro mientras se soportan los empujones de otros cientos de personas que intentan hacer lo mismo que tú  no es una tarea fácil) y en cambio detente un largo y tendido rato ante la Belle Ferronière, en la sala inmediatamente anterior. Vivirás una experiencia inolvidable. 

Imagen: La Belle Ferronière, Leonardo Da Vinci, Museo del Louvre, Paris.


viernes, 6 de abril de 2012

Cerebro de goma

Una de mis distracciones favoritas consiste en divagar, con cierto desorden, aunque siguiendo pistas intuitivamente, a través del vasto universo de Wikipedia. Así ha sido como hoy he conocido a Orlando Sarrel, un tipo norteamericano de mi edad en cuyo cerebro se esconde, probablemente, el secreto de la inteligencia humana.

A los diez años, Sarrel era un muchacho corriente, con una inteligencia y memoria normales para su edad. Un día, jugando un partido de béisbol en el colegio, recibió un fuerte pelozato en la cabeza que le hizo permanecer inconsciente durante unos segundos. Al rato despertó, aparentemente en estado normal, y prosiguió jugando con sus amigos. A partir de este incidente, durante una larga temporada sufría con regularidad intensos dolores de cabeza. No se lo dijo a sus padres y tampoco acudió al médico. Una mañana, se despertó sin dolor alguno y enseguida percibió que algo había cambiado radicalmente en su mente: de pronto era capaz de hacer complejas operaciones matemáticas basadas en las fechas del calendario y recordar de memoria todos los detalles de su vida cotidiana, hasta en los más nimios aspectos. Salvo estas dos habilidades, su cerebro parecía seguir funcionando como siempre.

El hecho de que un fuerte pelotazo en la cabeza pueda dejarnos tontos (esto es, dañe de modo irreversible nuestro cerebro haciéndonos perder cualidades mentales) parece bastante razonable. Pero que ese golpetazo nos vuelva más listos, despertando en nosotros alguna habilidad genial escondida hasta la fecha, parece propio de una película cómica. Sin embargo, la historia de Sarrel es absolutamente cierta, y, además, no es la única. Sarrel sufre (o más bien disfruta) de savantismo adquirido. El savantismo, también llamado síndrome del sabio, es una patología cognoscitiva extraordinariamente infrecuente consistente en poseer una habilidad mental extraordinaria en algo sumamente específico. Los savantistas pueden, por ejemplo, poseer una capacidad fotográfica para recordar paisajes y dibujarlos después y, en las demás facetas de la inteligencia, demostrar resultados normalitos o incluso manifiestamente inferiores a la media. Y es que un porcentaje muy elevado de los savantistas son autistas o sufren otros desordenes mentales. 


Un caso célebre de savantismo fue el de Kim Peek, cuya biografía inspiró el argumento de la película Rain Man, protagonizada por Dustin Hoffman. Peek se sabía de memoria los 12,000 libros que había leído, pero no sabia como abrochar su camisa y tenia grandes limitaciones para desenvolverse en sociedad.

Al contrario que Sarrel, Peek no había recibido de niño ningún pelozato en la cabeza. Simplemente nació así. Al parecer, debido a un problema de su desarrollo embrionario, el cerebro de Peek sufría algo que los médicos llaman agenesia del cuerpo calloso. Para adaptarse a dicha situación, sus neuronas habían desarrollado conexiones inusuales, lo cual explica su memoria propia de una computadora.

Eso mismo es lo que seguramente sucedió dentro de la cabeza de Carrel tras el impacto de la pelota de béisbol; sus neuronas se reorganizaron, haciendo que de pronto se convirtiera en el tipo con la mejor memoria del Planeta para recordar fechas.

Todos poseemos en realidad un cerebro absolutamente plástico. Nuestras conexiones neuronales pueden readaptarse ante estímulos externos. Nada esta pues completamente determinado dentro de nosotros: tal vez todos poseamos la llave secreta de despertar nuetras potencialidades sin necesidad de recibir un pelotazo.

(Foto: Luis Echanove)