jueves, 12 de abril de 2012

Miradas penetrantes

Fama y calidad artística nunca han ido necesariamente de la mano. La Gioconda, por ejemplo, es sin duda el cuadro más famoso del mundo. Varias decenas de miles de personas contemplan el pequeño óleo cada día en el Louvre. Se trata, ciertamente, de una obra maestra pero, ¿justifica su calidad estética el interés que despierta en el gran público? A mi modo de ver, en absoluto.

Técnicamente la Monalisa no aporta nada fundamental a la historia del arte: su composición y temática son altamente convencionales (por no decir escasamente originales): Un retrato de medio cuerpo sobre fondo imaginario. Bien es cierto que el cuadro constituye un primoroso ejemplo de utilización de la perspectiva aérea, método  no obstante, que los pintores holandeses venían ya utilizando desde al menos un siglo antes con igual o superior talento.

La mayor cualidad estilística de la Gioconda, como tantas veces se ha dicho, es quizás el magistral uso de la técnica del esfumado, esa indefinición de los contornos lograda a base de superponer finísimas capas de pintura. No obstante, Da Vinci ya había logrado esplendidos efectos vaporosos en obras anteriores; su San Juan Bautista, coetáneo a la Monalisa, ofrece un ejemplo aún más notable  en el uso de ese modo pictórico. Personalmente, incluso tiendo a pensar que parte del esfumado de la Monalisa es más bien resultado de excesivas y pobres restauraciones; prueba de ello es la ausencia de cejas sobre los ojos de la dama, esfumadas sí, pero no por voluntad del artista sino como resultado de inadecuados tratamiento de la obra, tal y como recientes estudios con rayos X han demostrado.

La cualidad de la Gioconda como retrato psicológico ha sido, pienso, también muy exagerada. Mucho se ha hablado de su enigmática sonrisa. Yo, más bien, lo que observo es falta de expresividad. A mi modo de ver, hay al menos otros dos retratos femeninos atribuidos al genio florentino cuyos valores artísticos superan ampliamente a la celebre obra del Louvre: Uno es la Belle Ferronière, exhibida también en el museo parisino (aunque pasa desapercibida para gran numero de visitantes); el otro es la Dama del Armiño, conservada en Cracovia. El supuesto aire misterioso de los labios ligeramente inclinados de la Monalisa es casi una carantoña vacía comparado con ese magnifico sonreír sugerido en la Dama del Armiño. La Belle Ferroniere, por su parte, nos observa con la mirada más penetrante de la historia de la pintura; la Gioconda, por contra, parece en cambio contemplarnos con la frialdad de una estatua de cera. 

Hay quien atribuye la fama de la Monalisa al supuesto misterio que la rodea. Me pregunto: ¿qué misterio es ese? Es verdad que no conocemos la identidad de la mujer retratada, pero eso también sucede con una multitud de otras obras de los grandes maestros (incluida la propia Belle Ferronière) sin que por ello hayan sido rodeadas de ese hálito de ocultismo. Por otra parte, gran parte de ese supuesto aire misterioso es debido al difuso tono broncino, que baña la obra; pero hoy sabemos, gracias a la reciente restauración de la copia de la Monalisa del Prado, que bajo esa patina amarillenta, ganada con la suciedad, la Monalisa esconde colores muy vivos.

La fama de la Giocionda tiene en verdad poco que ver con sus cualidades estáticas intrínsecas. Estas, aunque innegables, están también presentes (muchas veces en grado muy superior) en otras obras, infinitamente menos conocidas, de Leonardo y de muchos otros autores. Todo el mundo conoce la Gioconda porque esta ha sido fruto, a lo largo de los últimos 100 años, de una fabulosa operación mediática. Todo comenzó con su extraño robo en 1911 y posterior recuperación dos años después. El hecho colocó al cuadro (ya por entonces célebre, pero no tanto) en la primera plana de los periódicos de todo el mundo durante meses. A caballo de esos sucesos, la administración del Louvre y el conjunto del aparato publicitario del Estado francés orquestaron en las décadas siguientes, entorno a la obra,  una cuidada campaña de marketing para atraer turistas. Fue entonces cuando las leyendas sobre su misteriosa sonrisa y demás zarandajas comenzaron a tejerse. En años mas recientes, una celebre saga de pseudo literatura  conspiratoria  de gran éxito ha vuelto a poner el cuadro de moda otra vez.

La próxima vez que vayas al Louvre dispuesto  a disfrutar del arte, ignora con desdén a la Gioconda (de todos modos, admirar un cuadro mientras se soportan los empujones de otros cientos de personas que intentan hacer lo mismo que tú  no es una tarea fácil) y en cambio detente un largo y tendido rato ante la Belle Ferronière, en la sala inmediatamente anterior. Vivirás una experiencia inolvidable. 

Imagen: La Belle Ferronière, Leonardo Da Vinci, Museo del Louvre, Paris.


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