Bastaba con añadir música y ya era capaz de trascender la lamentable situación de mi entorno…” Mark Oliver Everett.
Ella acababa de salir de la universidad. No tenía experiencia, pero sí mucha clase, y hablaba bien inglés, así que aquellos dos tipos belgas, los nuevos gestores del lujoso hotel recién privatizado, la contrataron para coordinar al personal local. Eran tiempos de caos. El país colapsaba. No había luz ni calefacción en las casas. La comida escaseaba y las bandas armadas luchaban a tiros por el control de la ciudad. En el hotel, en cambio, no faltaba de nada. Por las noches los periodistas de guerra, los enviados de paz y los espías confraternizaban, bailaban y bebían hasta el amanecer, disfrutando de esa frontera ambigua entre la felicidad del presente y el terror de no saber si morirás por la mañana. Ella vivía intensamente, al filo del fin, agotada del trabajo inabarcable y atrapada en esa trama de viajeros sin hogar y música sin límite. Era feliz.
Un día los hombres armados se presentaron en el hotel. Pedían dinero a cambio de protección. Las visitas de aquellos guerrilleros se fueron haciendo cada vez más frecuentes. Al cabo de unas semanas ya se habían instalado en un par de habitaciones. Se paseaban con el lanzagranadas al hombro pasillo arriba y pasillo abajo. A veces, si se emborrachaban, iniciaban rencillas con los huéspedes, y hasta disparaban a las lámparas para divertirse, aunque normalmente ambos mundos – forasteros y milicianos- discurrían de forma paralela, ignorándose. A ella los guerrilleros siempre la respetaban. La trataban con cariño. Ella los temía, pero también los estimaba. Las fiestas no cesaron, y el caviar y la bebida abundaban, como siempre.
El planeta de los hombres armados se siguió expandiendo, cada vez a mayor velocidad. A los tres meses ya ocupaban una planta entera y de ahí fueron penetrando en las siguientes. Ya casi no quedaban habitaciones libres para los periodistas de guerra, los enviados de paz o los espías. Un día los guerreros anunciaron que a partir de entonces ellos se harían cargo de la gestión del hotel. Los dos belgas se esfumaron sin avisar. Ella, desesperada, también huyó. Los pocos huéspedes se quedaron como huérfanos, en manos de esa pandilla de militares desarrapados, pero el hotel nunca cerró.
Hoy la ciudad prospera. Los hombres armados murieron. Los turistas afluyen. El hotel todavía existe. Se renovó hace años. Me vi con ella a la entrada. 'Hace veinte años que no cruzo estas puertas', me dijo. Y entonces comenzó a llorar. 'Fui tan feliz… ' me repetía entre sollozos.
(Foto: Ignacio Huerga)
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