Bajo la denominación amplia de la leyenda negra española se suele hace hacer referencia al conjunto de ácidas críticas a la España Imperial, la del Siglo de Oro. Quitarnos el sentimiento de culpabilidad que la leyenda negra nos ha generado durante siglos ha formado parte del esfuerzo permanente de reescribir nuestra propia historia nacional.
Aunque tendemos a pensar que la leyenda negra fue una suerte de campaña difamatoria orquestada por las potencias entonces enemigas de España (Inglaterra y Francia), lo cierto es que su creador original fue un valido (o como diríamos hoy, un primer ministro) de Felipe II: El aragonés Antonio López, despechado al perder el favor real, terminó encontrando refugio fuera de España y, desde su exilio, se ocupó a conciencia en criticar a su país. Por supuesto, sus vitriólicas acusaciones, en parte ciertas, en parte exageraciones, en parte simples libelos, encontraron inmediato eco en toda Europa.
Frente a la leyenda negra, se construyó después, en el imaginario colectivo de los españoles, una leyenda blanca, muy en boga durante el franquismo, según la cual, todas las críticas resultaban infundadas. La España Imperial, según esta contra tesis, no sólo no fue en absoluto monstruosa, como los historiadores extranjeros nos querían hacer pensar sino que, muy por el contrario, constituyó un dechado de virtudes, un espejo inmaculado de civilidad. Algunos historiadores de la derecha actual han vuelto a reavivar esta leyenda blanca sin rubor alguno.
La verdad, como casi siempre, se encuentra en algún punto a medio recorrido entre ambas interpretaciones extremas.
Dos son los principales polos entorno a los cuales se construye la leyenda negra: Uno es el de la intransigencia religiosa española (la inquisición, los Autos de Fe, Torquemada) y otro, las supuestas atrocidades durante la conquista de América.
Respecto del primero, en lo fundamental, la leyenda negra responde a una profunda y tristísima verdad. Bien es cierto que la Inquisición no se inventó en España (sino en Francia), y que los tribunales del Santo Oficio mandaron quemar herejes en toda Europa, con igual o mayor saña que al sur de los Pirineos. Pero en ninguna parte logró el Santo Tribunal tanta influencia política como en España. Más allá de la Inquisición como institución represora de la disidencia religiosa, lo que además existió en los reinos de la monarquía española fue una auténtica obsesión, casi semejante a la de los nazis siglos después, con la noción de la pureza de sangre. En la España del Siglo de Oro ser morisco, converso o mostrar la menor mácula genealógica de un origen no “cristiano viejo” (por ejemplo, tener un tatarabuelo judío), suponía de inmediato ser un ciudadano de segunda fila, sin acceso a los puestos públicos, sometido a mayores cargas fiscales y siempre sospechoso de herejía. No es casualidad, pues, que en España no hubiera casi reformistas y que las pocas raíces que el protestantismo logró echar fueran arrancadas sin contemplaciones.
Ese nivel de intolerancia religiosa, en grado extremo, no se produjo en ningún otro lugar de la Europa del momento con tanta intensidad, salvedad hecha de la ciudad de Ginebra bajo el déspota y psicótico Calvino. La España Imperial fue, antes que nada, una sociedad racista y obsesiva con la religión, a escala comparable a la de Arabia Saudí o Israel hoy. Así pues, en este flanco, no nos queda otra sino admitir sin más la mucha verdad contenida en las acusaciones vertidas sobre España por la leyenda negra.
En el otro ámbito al que arriba nos referíamos, el del supuesto salvajismo español en la conquista del continente americano, la leyenda negra es, principalmente, sólo eso…una leyenda con muy escaso fundamento. España no esclavizó a la población amerindia americana (toda vez que nuestros teólogos reconocieron un alma en los nativos, lo cual, para la época, no era poco avance moral). España se vio mínimamente envuelta en la trata de esclavos desde Africa: Holandeses, portugueses, ingleses y daneses fueron los amos de este sucio negocio.
Comparativamente, en la mayor parte de América Latina el porcentaje de población indígena es infinitamente superior al que cabe encontrar en Australia, Estados Unidos o Canadá. Los conquistadores peninsulares, salvo excepciones escasas, jamás llevaron a cabo campañas sistemáticas de extermino a la población local. De hecho, mostraron más crueldad con su propia mayoría indígena las republicas americanas independizadas de la que jamás ejerció la Corona española sobre sus súbditos nativos. En Argentina se practicaba la caza de indios en el siglo XIX, en El Salvador el genocidio de las etnias amerindias se produjo a inicios del XX. En Guatemala, duró hasta hace década y media. No viene mal recordar tampoco el recordar que el Imperio más sanguinario en la historia del continente americano no fue el español, sino el azteca.
No pretendo ni mucho menos negar los evidentes abusos de los conquistadores ibéricos (en general, una pandilla de ávidos rapiñeros) pero, puesta en su contexto histórico, la colonización Española de América Latina fue marcadamente más blanda que casi todas las ocupaciones coloniales ocurridas en la historia moderna y contemporánea. La 'epopeya' americana no es motivo del que debamos estar extremadamente orgullosos, por supuesto, pero tampoco algo que deba llevarnos a una constante exculpación. Y, a fin de cuentas, los descendientes de aquellos españoles colonizadores, autores de tales posibles desmanes, no somos nosotros: Son, ni más ni menos, los criollos que aun ejercen de casta dominante en la mayor parte de las republicas americanas.
Siempre hemos sido un pueblo un tanto dado a los extremos, pero ya es tiempo de que asumamos que nuestro pasado, como el de casi todas las naciones, no se escribió en blanco, ni tampoco en negro, sino más bien en tono gris.
(Foto: Ignacio Huerga)