Me di cuenta de que
algo marchaba rematadamente mal en España la noche que entré con un amigo en un
bar, él pidió un gintonic y el camarero le preguntó con que tónica deseaba bebérselo.
Me quedé de piedra… yo no conocía más agua tonificada que la Schweppes… y
aunque existieran más… ¿qué narices importaba una u otra? Cuando yo era jovenzuelo la gente ni siquiera especificaba
la ginebra que quería, porque apenas había donde escoger. Con la bonanza de los
noventa, más y más marcas comenzaron a llenar las barras de las discotecas y
los exhibidores de los supermercados de toda España. Además de un Bacardí, uno podía
ya escoger un ron Havana Club o un Pampero…y con el tiempo, hasta un elegante Santa
Teresa o el delicioso Flor de Caña. Siempre he sido ronero y, por razones de
trabajo, habituado a moverme por los trópicos, así que encontrar en mi ciudad
natal los nombres de esos deliciosos alcoholes de tono oscuro y sabor dulce me
llenaba de ilusión. Por fin éramos europeos, pensaba yo. Ya podíamos escoger.
Es difícil precisar
en qué momento exacto esa exuberante diversificación alcohólica se salió de
madre. Un verano, de vacaciones en Madrid, asistí a cierta extraordinaria conversación
sobre las propiedades del pepinillo introducido en un gintonic de Bombay. Ya me
había acostumbrado, desde hacia un par de años, a que de pronto todo el mundo
pareciera saber muchísimo sobre vinos. Pero la multiplicación por la quinta
potencia del número de enólogos quedo enseguida ensombrecida por la nueva ola de
los expertos catadores de ginebras.
La repentina expansión
de los saberes especializados no se limitaba al mundo de las bebidas espirituosas:
también se generalizaron, como por milagro, el número de licenciados en marcas de ropa, el de especialistas en las
cualidades de los diferentes tipos de palos de golf y el de peritos en series televisivas
ambientadas en Nueva York.
Yo al principio pensé
que todo esto formaba parte de una nueva aurora cultural. Apreciar el sabor del
pepino en la ginebra o la comodidad de unos zapatos buenos no eran tal vez sino
los primeros brotes de un renacer educativo. La sociedad española, o al menos
una parte de ella, pensaba yo, caminaba por la senda gloriosa de la sapiencia.
Apesadumbrado, pronto supe que los repentinos nuevos conocimientos adquiridos por esa nueva generación de españoles adinerados y glamurosos se limitaban en realidad a ese puñado de modas y frivolidades. La gente ahora viajaba más, pero sabía la misma escasa geografía de siempre. Con o sin pepinillos en la ginebra, a nadie le importaba un pimiento aprender más de filosofía, o leer a los clásicos o entender algo de astro-física. España era más pija, pero tan inculta como antes.
Y entonces, llegó la
crisis.
(Foto: Ignacio Huerga)