(4) Paradzhánov
Escuché hablar por primera vez del
cine georgiano en 1994. En aquel tiempo yo vivía
en una casa diez o doce habitaciones y muchos baños
en Split, la maravillosa ciudad fundada por Dicocleaciano en Dalmacia, a
orillas del Adriático. Llamábamos a aquella casona "el camodromo" y es que,
en verdad, esa era su función: dar cobijo en sus
temporadas de descanso a los muchos objetores de conciencia que la ONG para la
que yo trabajaba mantenía en Bosnia.
La guerra era atroz en el frente pero allí, en la retaguardia croata, los miembros del pequeño grupo encargado de dar apoyo logístico a los aguerridos objetores gozábamos de la ambigua y efímera
felicidad de la retaguardia. En la mansión convivíamos felizmente una alegre y disparatada tropa de confusos
personajes: Félix, marino mercante enamorado
de los trópicos; el irrepetible y entrañable Santamarta, cuyos bigotes de lancero bengalí parecían más aptos para ejercer de intendente en las revueltas cipayas
que en los Balcanes modernos; Miguel, un joven periodista de Elche muy poco
estresado; José Maria Aranaz -cuyo excelente
sentido del humor nos ayudaba a mantener un mínimo
de cordura- y el cordial Cotarelo, un mozarrón
barbudo de Castro Urdiales de voz ronca, gruesas gafas y sonrisa enorme,
poseedor de la cultura cinematográfica más extensa que yo he conocido nunca.
Cotarelo nos hablaba con pasión
del séptimo arte en Georgia
("el mejor cine de la Unión Soviética") y, aunque eso no
lo recuerdo con certeza, seguro que dedicaba largos elogios a Paradzhánov, el Buñuel caucasiano.
Serguéi Iósifovich Paradzhánov nació en Tiflis en 1924 en el seno de una familia de origen
armenio, y murió en Yerevan en 1990. Tras
dirigir algunas películas conforme a los cánones del realismo soviético,
en la década de los sesenta rompió radicalmente con todos los convencionalismos estilísticos del cine narrativo y pasó a crear un lenguaje cinematográfico propio, onírico y sumamente poético. Su radical individualismo creativo le enemistaron con
el sistema. Fue sujeto de todo tipo de falsas acusaciones y pasó largas temporadas en prisión.
Incapaz de poner freno a su irrefrenable creatividad, en la cárcel dibujaba sin cesar y construía pequeñas esculturas con los
utensilios de deshecho que lograba reunir. Hace tres años pude ver algunos de esos objetos y muchos otros
recuerdos del artista en su casa museo de Yerevan. El barroquismo excesivo de bártulos y más bártulos decorando todos las habitaciones produce una cierta
claustrofobia. El pequeño jardín, es en cambio un remanso de paz, algo fuera de lugar en
la inquieta capital de Armenia.
Paradzhánov no era un disidente político, sino estético. Sus firmas convicciones
creativas le impedían plegarse a los gustos del
poder central, aun a costa de su libertad y su integridad física. No pretendía con su obra criticar el
comunismo o minar los fundamentos del sistema. Solamente buscaba dejar fluir
con libertad la corriente de creatividad que llevaba dentro. Esa lucha
incasable del arte por el arte, frente a las instrumentalizaciones de los
poderosos, convierte a Paradzhánov en un caso único en la historia del séptimo
arte. Si hubiera un santoral laico,
Paradzhánov sería sin duda el patrono de la profesión de hacer películas.
El cine de Paradzhánov hay que verlo como quien
mira cuadros en una exposición. El director
armenio-georgiano casi siempre ambienta sus películas
en trasuntos de la historia caucasiana, pero en realidad la trama es mucho
menos relevante que el valor estético de la dinámica de las imagines en movimiento. Colores, planos y banda
sonara entretejen una obra que, más que contarnos una historia,
simplemente buscan deleitar los sentidos.
Con su concepto épico de la vida y sus excentricidades, pero también con su búsqueda espiritual del porqué de las cosas, Paradzhánov es, a la historia del
cine, lo que Vasha Pshavela a la poesía o Gurdjieff a la filosofía...un hombre enorme, como las montañas del Caucaso.
Fotos: Juan Echanove